En un tono de complicidad muy correcto, Pedro Sánchez ha aceptado la derrota mayúscula de España en la segunda ola. La rendición conlleva la aceptación de que el virus dicta su ley, consistente en la aplicación de un toque de queda nocturno. La célebre apelación a "convivir con el coronavirus", se traslada a un más pragmático "convivir a las órdenes del coronavirus", que impone sus condiciones.

Sánchez considera que una nueva limitación de movilidad será "un instrumento eficaz", según se demostró a su juicio en "la primera ola". Sin embargo, la citada eficacia implicaría que no se hubiera llegado a una segunda ola que vuelve a confinar a la ciudadanía, aunque sea a tiempo parcial. Una segunda oleada desbocada señala el fracaso en la resolución del embate anterior, para concluir de nuevo que el virus impone su ley.

El criterio meteorológico para contener a los ciudadanos, porque "han bajado las temperaturas", no explica muy científicamente que los durísimos datos actuales coincidan con los meses en que han subido las temperaturas. Tras un breve paréntesis en junio, el vigente desastre no perdonó meses tan bonancibles como agosto y septiembre.

La larga duración de la pandemia solo demuestra que los epidemiólogos siempre disponen de una excelente coartada para disfrazar la evidencia de que el virus va por delante. En su honor, los científicos más sensatos así lo reconocen. El toque de queda no garantiza la corrección de los datos de contagios, ni aunque ambos sucesos se produzcan simultáneamente, según demuestra precisamente la existencia de una segunda oleada.

Se desconoce de momento la reacción del virus ante el cierre nocturno. Con todo, parece claro que los "desplazamientos y contactos innecesarios" que el propio Sánchez considera capitales en la transmisión, no se ciñen ni siquiera se concentran masivamente de madrugada. Un solo avión o vagón de Metro pueden ser más peligroso que los escasos noctámbulos supervivientes al primer confinamiento, que tampoco se corresponden con la edad de los sectores de la población castigados con más saña.

Bajo esta interpretación, se trataría antes de amedrentar que de evitar contagios. Lo reconoció el propio presidente del Gobierno en las preguntas que siguieron a su exposición, al señalar su profundo desagrado con la expresión "toque de queda" porque remite a periodos políticos ominosos. De nuevo, solo falta conocer la posición del virus respecto a esta precisión terminológica. Amén de recordar que Angela Merkel es enemiga de los confinamientos, porque le recuerdan su infancia en la Alemania comunista. Pablo Casado topará la semana que viene con el primer examen a su recién estrenada ubicación en el centroderecha.

La inseguridad de Sánchez sobre la utilidad del toque de queda se refleja al descargarlo sobre la adopción de medidas similares en otros países europeos, con lo cual se traslada la impresión de una armonía con el arbitraje internacional. Ante la evidencia de que el coronavirus pilota ahora mismo sin demasiada oposición la nave continental, el consuelo de que "sabemos más acerca del virus" peca de un voluntarismo no confirmado científicamente.

Los estados de alarma se sabe cómo empiezan pero no cómo acaban. Sánchez se compromete a no dilatarlo ni un día más de lo estrictamente necesario, pero la memoria de las promesas no es la principal cualidad de los gobernantes. Los antiguos vivas de ordenanza que cerraban las intervenciones públicas, cuando las restricciones nocturnas de libertad de movimientos se llamaban "toque de queda", han sido sustituidos durante la pandemia por una apelación al mantenimiento de las limitaciones "hasta que llegue una vacuna". El único problema es que el invocado fármaco inmunizador no existe, lo cual traslada de nuevo la política al reino de la especulación.

No cabe hablar de sorpresa ni de cambio de hábitos, porque más de la mitad de la ciudadanía mantiene un confinamiento virtual desde marzo, en diferentes grados. Sánchez administró la prudencia de no dirigirse al virus personalmente, un desvarío habitual en otros mandatarios, pero las cifras desoladoras y las medidas contra la libertad demuestran que se ha perdido la segunda oportunidad surgida después de la primavera.

Sánchez intervino resaltando que se estaban tomando las decisiones oportunas a cada momento, pero esta presunción viene desmentida cruelmente por los acontecimientos. Solo uno de cada diez británicos cumple con la cuarentena preventiva, la misma proporción vigente en Alemania. Es difícil que España empeore este porcentaje, pero sus cifras de contagios han sido mucho más crueles que en casi todos los países, con independencia de la temperatura reinante.

Conforme crece el pesimismo político, se retrasa la aparición en el discurso de los gobernantes del fetiche "doblegar la curva". Sánchez remitió el tópico a los minutos de la basura de su intervención. Omitió la precisión de que la campana alabeada se está difuminando, para transformarse en una trayectoria con voluntad horizontal a una altura de vértigo. La publicidad presidencial de una aplicación informática de rastreo, que está fracasando así en España como en Francia o Alemania, pecó de desganada. No se decreta un toque de queda porque sea la solución, sino porque se ignora cuál sea la solución.