Incluso en democracia, hay cuestiones intolerables y opiniones muy poco respetables. Verbigracia, las de Vox, un partido intolerable por intolerante, lo contrario de demócrata y cuyas actuaciones son tan poco respetables como sus juicios de valor, ridículos a menudo, nacidos de la ignorancia o de la maledicencia premeditada, dos armas muy peligrosas en manos de un cargo público. Vox es un partido monoaural, de discurso unidireccional y de imposible retorno. Más mono que aural, qué duda cabe, cercano al Neolítico y puro de caverna, donde las palabras rebotan de forma alocada de pared a pared y del suelo al techo sin salir de la cueva, hasta hacer enloquecer a sus habitantes en mitad de un griterío ininteligible que enardece a la manada y pone en peligro la convivencia dentro y fuera de la gruta.

Vox en Vallecas. Cuando un fascista visita un territorio donde sabe que no va a obtener apoyos, lo esperable es que haya un antifascista enfrente. De hecho, no habría antifascistas si no hubiera fascistas. Acudir a Vallecas a provocar a la población, o a Vic o a Sestao, territorios donde los ultras han llevado su campaña en las últimas citas electorales y han causado incidentes, tiene precisamente el objetivo que tiene: la foto de Abascal escoltado por un par de energúmenos, rodeado de sus habituales camisas pardas y protegido por la Policía. A la larga, los palos siempre se los llevan los mismos y los escrutinios indican que sus apoyos en votos en esos territorios van del 1 al 3 por ciento. El voto es lo de menos, lo que importa es provocar y crispar para obtener éxito en otro sitio, espacio en los telediarios y eco en las redes sociales.

Vox está tensionando el sistema como en su día lo hizo Herri Batasuna en Euskadi o algunos impresentables en Cataluña. Unos queman contenedores, otros se encaran a los de enfrente desde un atril, pero el incendio es bien parecido y los rescoldos se componen de las mismas cenizas de odio y crispación. A estas alturas, los partidos constitucionalistas deberían haber abierto el mismo debate que llevó a la ilegalización de Batasuna y les impidió presentarse a las elecciones con esas siglas. Llegó la hora de ese debate. Igual de repugnante es mofarse de las víctimas de ETA como llamar asesinas a las 13 rosas. Recuerden lo que dijo de ellas el secretario general de los ultras, Ortega-Smith: "Eran mujeres que torturaban, mataban y violaban vilmente". No se puede ser tolerante con quien suelta semejante barbaridad y le sale gratis. ¿Se puede ser intolerante? Se puede.

No son respetables. Su falta de decoro llevó esta semana a un diputado de Vox a llamar de forma reiterada “señora presidente” a la vicepresidenta socialista de una comisión del Congreso. Otro diputado negaba días atrás el cambio climático: "Que se caliente un poquito el planeta reducirá muertes por frío". No hay miedo al ridículo.

Recientemente, en un diario de este mismo grupo editorial, La Opinión de Murcia, el Colectivo de Mujeres por la Igualdad en la Cultura titulaba un artículo: "¿Por qué los votantes de ultraderecha son más tontos?" El cuerpo del texto no respondía directamente a la pregunta, aunque daba algunas pistas: “Volver al Neolítico, abandonar las ideas de la Ilustración que trajeron consigo libertad, igualdad y fraternidad, y refugiarnos en el zarangollo, el pastel de carne y el Bando de la Huerta, los toros, la caza y la pesca”.

Murcia. No es posible acabar con la ultraderecha si un partido democrático dice que ha roto con ellos y solo cinco meses después delega en antiguos miembros del grupo ultra la Consejería de Educación. Lo que ha hecho el PP, una vez más, es blanquear a la camada negra, y es muy probable que deba volver a hacerlo el 4 de mayo en Madrid.

Cómo echa de menos la democracia a Juan Antonio Labordeta, cuando un barullo mucho menos amenazador que el que estamos viendo ahora trató de acallar su discurso. Vox todavía no estaba en el candelero, pero lo que dijo entonces el aragonés vale para ahora: váyanse a la mierda. Así, con todo respeto.