Vestido con un traje de etiqueta dentro del que no acaba de sentirse cómodo, cumpliendo con el preceptivo protocolo, el dramaturgo, o acaso una actriz amiga a quien ha pedido que lo represente en el solemne acto, va a ingresar en la Academia

pronunciando un discurso titulado Silencio. Sus oyentes son los otros académicos, con los que comparte estrado, y las personas -familiares, amigos, colegas, autoridades,

desconocidos…- que han venido a acompañarlo esta tarde. Va

a hablar sobre el silencio en la vida y en el teatro, quizá

también sobre el silencio en su vida y en su teatro. Y, sobre

todo, va a viajar por silencios teatrales o literarios que han

marcado su memoria y su imaginación -el silencio de

Antígona, el de La casa de Bernarda Alba, el de la Carta al padre,

el de Woyzeck, el de La vida es sueño, el de La más fuerte, el de El

Gran Inquisidor, el de los frágiles personajes de Chéjov, el de

las extrañas criaturas de Beckett, el de Sancho Panza…- y,

arrastrado por el deseo de teatro, llegará a interpretarlos

como si estuviese en un escenario.

Igual que a los espectadores, esos silencios pueden enfrentar

a quien escribió el discurso y a quien ahora lo pronuncia con

los silencios de sus propias vidas. Quizá quien pronuncia el

discurso y quien lo escribió tengan, en cada momento, la

tentación de callar. Quizá el silencio, que soporta el discurso

y sobre el que el discurso indaga, ponga el discurso en

peligro. Y quizá lo más valioso sea finalmente, por encima y

por debajo de las palabras, poder escuchar juntos el silencio.