Me pregunto qué habría sido de cineasta Christophe Honoré si en lugar de nacer en Francia lo hubiese hecho en Letonia, Uruguay o Corea. No habría podido colaborar en «Cahiers du cinema» ni participar en las secciones del Festival de Cannes cada año como alguien de la familia. No muy conocido en nuestro país, salvo en el circuito festivalero, se trata de un director homosexual militante, cuyos rasgos de estilo me permito resumir en un par de líneas: planificación a salto de mata, querencia por el rodaje con cámara en mano y una escritura de los guiones que tienden a rizar el rizo de manera aunque finalmente no vayan a ninguna parte.

Todo esto se cumple a rajatabla en «Le Lycéen», título original de «Dialogando con la vida», que pasó con más pena que gloria por el Festival de San Sebastián y que nos presenta las tribulaciones de un joven adolescente que acaba de perder a su padre en un accidente de tráfico, y no sabe cómo procesar el duelo. Los padres son interpretados por la siempre eficaz Juliette Binoche y el propio Christophe Honoré. El error de casting deviene cuando el papel protagonista del hijo se otorga a Paul Kirchen, convertido en un trasunto de Tadzio de «Muerte en Venecia». La película, verborreica en demasía, está contada por el propio adolescente mirando a cámara, y adolece de numerosas reiteraciones y giros que acaban saturando al espectador.

«Dialogando con la vida» pertenece a ese subgénero de películas que yo defino coloquialmente como de «familias que nunca han pasado hambre pero que de la primera a la última secuencia se gritan, se insultan y se pelean hasta la extenuación». Los casoplones que habitan, bien sea en el campo, bien en la capital, donde viven cada uno de los personajes, indican que en absoluto les afectan los problemas de la vivienda. Y encima llenan los cines para ver cine francés.