Mi primera inmersión en el 'mundo Kabuki', los restaurantes de cocina japo heterodoxa fundados por Ricardo Sanz, se gestó a lo grande: comí en compañía de un inspector de la guía Michelin. Fue en el Hotel Wellington, en Madrid, y la cita entre sombras con el hombre con traje gris y anillo obispal era para hacerle una entrevista, la primera publicada en un diario generalista con alguien de ese gremio.

El encuentro se planeó al estilo del Berlín de la guerra fría, con un secretismo sin gabardinas, y tuvo como anticipo la comida en una mesa discreta de Kabuki Wellington. Casi me caí de la silla cuando el inspector pidió unos palillos con gomita, recurso solo aceptable para niños, aunque nunca para las manos de un experto, además, el principal responsable, por aquel entonces, de repartir las estrellas, más bien pocas, por España.

La perplejidad de la situación, y la incomodidad y torpeza del inesperado manco, ha hecho que nunca olvidara el mediodía en el restaurante de Ricardo, más allá de las particularidades de su excelente comida.

Fue él, un 'sushiman' nacido en Madrid aplaudido por su cocina japonesa mucho antes del primer viaje a Japón, el responsable de la mezcla de lo local con los cortes y la estética de la lejana isla. Esta noche, sentado en Kabuki Raw de Finca Cortesín, en Casares, Málaga, rodeado de extranjeros, de alemanes y británicos, me pregunto si alguno de ellos sabe que hace dos décadas, Ricardo puso en circulación bocados tan copiados como el 'nigiri' de huevo de codorniz, de hamburguesita de 'wagyu' o de pez mantequilla con paté de trufa, y esas lonchas de ventresca de atún espolvoreadas con mollete tostado y con pulpa de tomate, en recuerdo de un 'pa amb tomàquet'.

“Los hice a partir del 2001. El éxito fue instantáneo, aunque yo no me considero un gran creativo. El producto es lo importante: lo que le hagamos, que no le moleste”. De la misma manera se expresa Luis Olarra, el chef al frente de Kabuki Raw, que ve similitudes con la cocina vasca: “El actor principal siempre es el ingrediente”.

Luz baja en Kabuki Raw. La belleza de los platos se difumina por culpa de esa tenuidad. La delicadeza necesita luces para ser evaluada

A finales de septiembre, con el tiempo indeciso entre el último calor y el primer frío, los jardines de la Finca Cortesín son de una asombrosa perfección: ninguna hoja fuera de lugar. Probablemente sea el mejor hotel en el que haya estado.

Luz baja en Kabuki Raw, mesas con comensales vestidos con la elegancia sosegada que dan los años. La belleza de los platos se difumina por culpa de esa tenuidad. La delicadeza necesita luces para ser evaluada. Cocina abierta, con Luis Olarra al frente, y a la vista. Y un comedor con aires clásicos e insinuaciones niponas.

La concha fina con escabeche, la tortillita de camarones hecha con harina de arroz en un juego japoandaluz, el pollo con salsa 'teriyaki' y la piel crujiente, y también el 'crunch' de la teja de algas que hay que quebrar sobre una sopa de cítricos y granizado de vainilla.

El tartar con yema cruda es esa delicia envolvente que a veces también practicamos en casa con otro plato de Kabuki, en el que el huevo está frito y unas patatas aconsejan al atún picante un camino pacificador.

Llego al final para explicar un plato del principio, con una presencia impresionante que rompe la serenidad de la sala: sobre hielo, una dorada de la cabeza a la cola y sin la parte central, alfombrada con la carne cortada finamente ('usuzukuri') y aliñada a la bilbaína, en ese diálogo habitual entre lugares.

La dorada es la vajilla biodegradable. Con los palillos que el inspector de Michelin manejaba de manera torpe y engomada, hay que atrapar las laminillas ligeramente picantes gracias al 'shichimi' y tornasoladas por el aceite de ajo y vinagre.

Vaciada y dramática y vistosa, queda la espina y la cabeza del pescado, prueba de que la muerte puede ser distinguida.