De repente, de manera inopinada, sin que hubiese especiales precedentes, con una coordinación insospechada, con una intensidad sorprendente los ilicitanos se han lanzado al singular empeño de producir tertulias. Tradicionalmente se sabía de los Amigos de la Costra, luego hemos sabido del Foro Rojo en la cocina de Salvador Artesano. Allí mismo, el gran Santiago Gambín gobierna una tertulia deportiva los viernes. Un grupo de alegres comadres aledañas a la Glorieta se ha constituido en Mujeres por Elche en la calle Olivereta. La mítica tendeta de Barceló alberga un almorçaret de pesos pesados de la vida local con tiempo libre para el ocio mañanero y la tonyina en tomata. Existen ocultas antiguas logias de la palabra. A la propia Daya han acudido en busca de refugio y pava borracha algunos incondicionales del tertulieo.

Una pandemia de palabras ha invadido Elche. Un aluvión de conversaciones se ha adueñado de la ciudad. Las frases han irrumpido en nuestra vida, las opiniones se han hecho imprescindibles. Te aguardan detrás de cada esquina. Y te asaltan inoculándote el virus de la charla. El vicio de parlotear. La ciudad entera se ha puesto a platicar.

Hubo un tiempo en que la palabra estuvo proscrita en esta ciudad. Su endiablado pragmatismo, su obsesión stajanovista por el trabajo, le llevó a denostar cualquier veleidad verbal. Romanços. Los más sutiles alcanzaban apenas a recordar aquello de "serás dueño de tus silencios y esclavo de tus palabras". Hoy, sin embargo, la ciudad ha descubierto la palabra. Y la palabra ha descubierto a Elche y ha encontrado aquí una patria. Una tierra prometida. La ciudad de las palabras. Y este pueblo ha descubierto que la palabra es de los poquísimos enseres capaces de esconder magia y ha estallado en una inmensa catarsis verborreica. Y lo ha hecho sentándose a la mesa. Ha descifrado el enrevesado acertijo que explica la infernal alianza existente entre las ideas y el mantel. Ha descubierto que las opiniones son mucho más redondas ante una costra o un gazpacho que ante una tribuna.

¿Y de qué hablan los ilicitanos en este achaque parlanchín? ¿Qué dicen? He tenido interés en dotorear primero y catalogar después los temas objeto de las diversas tertulias que invaden el pueblo. Pronto me di cuenta, sin embargo, de que andaba metido en pista falsa. Casi todos los encuentros tienen un lema, pero siempre son una excusa. Finalmente, todos hablan de sí mismos. Todos hablan de la ciudad. La ciudad habla de sí misma. Murmura por todos los rincones. Pareciera el pago de una deuda que se debiera a ella misma. Elche estuvo cincuenta años fabricando su historia más reciente sin levantar la vista del tren de producción. Hoy ha decidido pensarse. Puede significar que ya no tiene tanto trabajo. Puede significar que ya no tiene aquella tormentosa relación compulsiva con el trabajo. Puede significar que ha encontrado un nivel más equilibrado de relación con el trabajo. Pero, sobre todo, significa que ya es ciudad. Y que tiene conciencia de serlo. Que, como dirían los clásicos, no sólo es ciudad en sí, sino para sí. Y que, como tal, tiene sus aspiraciones. Y hace explícitas sus insatisfacciones. Y que se vuelve exigente y crítica. Con sus políticos domésticos. Con las administraciones intervinientes por lejanas que sean. Con quien gobierna. Con quien hace oposición. Es la rebelión de la sociedad civil que ha tomado la iniciativa. Que está reclamando su protagonismo. Que ha decidido jugar su papel. Resulta muy llamativo comprobar cómo los empresarios ilicitanos, antaño indiscutidos líderes sociales, se ven ahora preteridos en ese liderazgo e, incluso, urgidos por la propia ciudadanía para que asuman más activamente su papel en el futuro de la ciudad que se juega en el entorno.

La ciudad, después de dedicarse durante décadas a machacarse el cuerpo, ha descubierto ahora el alma. Y con ella está dispuesta a hacer su revolución. La de quien exige opinar. La de quien ya no va a callar. La ilicitanía, finalmente, está tomando la palabra.