Fui a ver la exposición de Emilio Varela sita en la antigua Lonja de Alicante. Me llaman la atención, sobre todo, los cuadros y paisajes de Alicante y sus autorretratos. Desde que llegué a esta ciudad, hace ya algunos lustros, he visto muchas veces esas calles, he tocado la luz, he gustado sus palmeras. Eso creía, al menos. Y llego a la exposición, y me encuentro a un mago que macera en el mortero de sus manos la luz del sol y nos la entrega fácil, espumosa y limpia a la vez, para que nuestros ojos ya no juzguen sino contemplen. Me muevo por la exposición y toco con la retina las calles pulidas del Barrio que se apretuja en la ladera del Benacantil sobre la bóveda de un cielo de azul oscuro, que se posa rotundo sobre la canela serena, suave e intensa a la vez, de sus tejados. Varela, era un hombre tímido, que hablaba poco. Hablar no es necesario, pintar sí. Me quedo delante de un cuadro pequeño, que se ha quedado para siempre delante de mí, mientras me enseña que es posible transformar un día cualquiera en un día que perdurará para siempre. Días que fluyen, y que alguien arranca y suspende en un lienzo, para enseñarnos que ese día de nada, a partir de ahora, será un nunca más que siempre habrá merecido la pena. Su espátula nos enseña que es posible arrancarle a la Belleza una lágrima de su rostro, y esculpirla en un cuadro para siempre. Varela vuelve locos a los investigadores. No dató sus obras. Se pintó a sí mismo más de cien veces. No le importaba el tiempo. Quería ser un todo continuo. Emilio Varela fue siendo él cada vez más, pero no hubo otro. Tampoco le importaron los viajes. Viajó poco. Prefería quedarse quieto, mirar, madurar ese mirar en su interior, porque sabía que llegar al interior de las personas es la tarea más difícil. Pisó en el lagar de su rica intimidad la luz cegadora de Alicante, la tierra seca y áspera, el verde brillar de los pinos y nos los devuelve como un río tranquilo que desemboca en nuestros ojos para anegarnos por dentro, para herirnos la razón y sacudirnos el corazón. El maestro nos muestra amablemente, sin forzar, ese más allá al que nunca llegaremos, pero que sabemos que está ahí, por mucho que se empeñen en decirnos que aquí sólo existe el dos más dos son cuatro. Hay algo en esos cuadros que nos quita la sed, pero que nos da más sed aún, curiosa paradoja. Y esa bebida que anhelamos no es precisamente lo fáctico, lo que está aquí y ahora. Es eso que está latente en los pliegues de una mañana cualquiera junto a los barcos del puerto, o aquellas casas vulgares que se recortan sobre el cielo, y quedan atrapadas para siempre en un lienzo pequeño, que por una vez nos hace sentirnos grandes, revolvernos, darnos la vuelta, volver la mirada sobre esas cosas tan ordinarias con las que vivimos, sobre esas personas con las que hablamos, reímos o lloramos. Son cosas que estaban ahí muertas, pero que en realidad nos sienten, nos viven, y en manos de Varela nos despiertan de nuestro sueño.