Me he referido a menudo -unido a un coro de comentaristas veteranos- a que en España se está produciendo un cambio de hecho de su estructura política y jurídica sin que ese cambio encuentre eco en la Constitución. Tanto en España como en otros países del entorno -y más allá- se está pasando por un periodo transitorio, una especie de fase de-constituyente que se desarrolla al margen de lo dispuesto en las respectivas constituciones escritas.

En el caso español el dato se revela con claridad en relación con todo lo que supone la evacuación de competencias del Estado hacia la esfera europea, allí dónde se dictan las líneas económicas reclamadas por el mercado. Por otro lado, es también evidente la compartimentación del Estado en Comunidades Autónomas, las cuales, si bien previstas en la Constitución, han conseguido ensanchar su campo de acción e implantar una dinámica siempre abierta a nuevas y más altas cotas de poder (aunque tal vez no de responsabilidad y aún menos de solidaridad).

Pero lo que viene a confirmar la existencia de ese proceso de-constituyente es, indudablemente, la aceptación incondicional, por parte de Estados como el español, de las decisiones de carácter soberano que vienen establecidas desde fuera, emanadas de un magma difícilmente identificable en que se mezclan figuras como el FMI, el Ecofin, la FED, los Hedge Funds, las agencias de calificación, el Financial Times, la Comisión Trilateral, Ángela Merkel, etcétera, a cuya lista los partidarios de la teoría de la conspiración añaden los manejos de elites opacas agrupadas en sitios como el club Bilderberg, el Council on Foreign Relations, Octopus, los Illuminati y otros de parecido tenor, por no hablar de las invectivas neofascistas inspiradas en los "Protocolos secretos de los Sabios de Sion".

En todo caso, esa entidad confusa con que se presenta hoy en día el poder real, es decir, el que bajo la denominación genérica de "los mercados" decide con facultades soberanas, supone un reto no esquivable para cualquier constitucionalista que se precie. No me parece a mí, en este sentido, que se pueda continuar actuando como si nada de esto sucediera, como si descansáramos plácidamente en un mundo fantástico de construcciones jurídicas y sofisticadas argumentaciones. No creo que sea posible proseguir como si el Derecho, los valores constitucionales, las instituciones políticas, los derechos fundamentales y sociales, flotaran en el aire sin conexión alguna con lo que sucede en el mundo real, precisamente en los ámbitos donde se decide sobre cada uno de esos capítulos.

Identificar el actual poder soberano no es, por supuesto, algo sencillo. ¿Quién le pone el collar al galgo? No parece que esto esté al alcance del Estado y menos aún de la gente en general, que asiste a la situación como un mero espectador que está sentado, en el mejor de los casos, en platea. La cuestión es que no hay exactamente galgos o podencos, pues lo que caracteriza este tipo de poder es su estado ubicuo y multiforme, su nota de invisibilidad, su pretensión de no materializarse como algo ajeno, sino como algo que está dentro de nuestras propias cabezas (y de nuestros bolsillos, por lo menos en los de algunos). Ahora bien, sin identificar al soberano es imposible contrapesarlo o limitarlo, con lo que se arruina el fundamento de toda Constitución, esto es, el sometimiento del poder al Derecho como método de eliminar la arbitrariedad, y, por otra parte, se hace ilusorio el principio de que la soberanía reside en el pueblo.

Susan George, una politóloga renombrada y muy conocida por un libro de gran éxito publicado hace algunos años, El Informe Lugano, ha hecho referencia a este tipo de cuestiones en otro libro recién salido a la calle, Sus crisis, nuestras crisis, en el cual anima a estudiar precisamente las configuraciones que adquieren los nuevos poderes globales: "Estudiad -dice con toda razón- a los ricos y poderosos. Los pobres no necesitan que investigadores como nosotros les digan qué va mal. Ya lo saben".