El Anteproyecto de Ley Medidas de Agilización Procesal que ha presentado el Ministerio de Justicia, bajo un discurso muy aparente, esconde un nuevo recorte de los derechos de los más débiles. Se afirma querer una Justicia eficiente, pero este término se entiende por el Gobierno pretendidamente socialista y analizadas las propuestas formuladas, desde exclusivos planteamientos de rentabilidad económica. Se ignora y con ello se atenta contra el Estado de derecho, que el proceso tiene como finalidad solucionar conflictos y que la Justicia constituye un derecho fundamental que asiste a todos los ciudadanos. La Justicia no es un mero servicio público que haya que gestionarse con arreglo a estrictos criterios de eficiencia económica. Lo esencial es la consecución de la paz social, la satisfacción de los intereses de los litigantes. No es el valor de lo que está en juego la medida de la Justicia, sino la resolución de los conflictos que surgen en el seno de la sociedad.

La Administración de Justicia española posee, como todos sabemos, carencias endémicas, especialmente en lo referido al número de jueces y fiscales que se sitúa muy por debajo de la media europea y que es insuficiente para atender las demandas que se le plantean y hacerlo con la calidad exigible. Sin inversión no hay posibilidad alguna de mejora. Pero, este Gobierno, que tanto ha colaborado junto con la oposición en ofrecer la peor cara de la Justicia, controlando sus órganos superiores con espectáculos bochornosos de intromisión, no parece dispuesto a poner remedio a esta situación en la forma debida. Invierte poco o nada, ignorando que, sin dinero, no hay reformas eficaces, entendiendo por eficaces las tendentes a una Justicia que satisfaga los derechos e intereses de los ciudadanos.

La propuesta que ahora se hace va a afectar a los medios con los que siempre han contado los justiciables menos agraciados por la fortuna, que deben ser iguales a los más pudientes. Se plantea suprimir el recurso de apelación en todos los asuntos de menos de seis mil euros, los más numerosos y comunes entre la gente corriente. Una sola sentencia pronunciada por un Juez, aunque sea equivocada, aunque contenga errores, aunque incurra en nulidad patente, aunque derive de un acto de autoridad injustificado, carecerá de revisión por un órgano distinto y superior. La gravedad de la propuesta deriva de los datos de la realidad y del número de sentencias que hoy revocan esos tribunales superiores en el ámbito civil. En el año 2009 llegaron al cuarenta por ciento. Es decir, casi la mitad de las sentencias recurridas fueron anuladas por los tribunales competentes y modificadas dando la razón al recurrente. Este número tan elevado acredita que los recursos, en la actualidad, no se interponen con ese ánimo dilatorio que afirma el Gobierno para justificar, por sí solo, su reforma. Y hacer uso de tal motivación hace pensar que los autores de la medida ni siquiera se toman la molestia de consultar los datos oficiales o que los ignoran o supeditan a sus creencias subjetivas.

Porque, de ser cierto el argumento del Gobierno no se entiende que se mantenga la apelación para cantidades superiores a seis mil euros y que se haga lo propio con la casación a partir de ochocientos mil. Los pobres tendrán una sola instancia; la clase media, dos; los ricos, tres. Si el uso abusivo de los recursos justificara su supresión, habría que haberlo hecho en todo caso. Sostener el argumento y mantener la apelación para cantidades elevadas, viene a significar tolerancia con el abuso por los que más tienen y disciplina con los menos pudientes. Pero, insisto, de ser verdad lo que se dice, tampoco tendría sentido mantener la casación para los asuntos de cuantía elevada, pues el Tribunal Supremo solo estima el trece por ciento de casaciones. La realidad es tozuda y desmiente los análisis del Gobierno que, aunque predica la igualdad, no duda en profundizar en la diferencia cuando de medios económicos se trata. Porque atender a la cuantía para suprimir un recurso, cuando la misma no es pequeña, cual sucedía hasta 2001, sino muy frecuente en las relaciones ordinarias de la ciudadanía, constituye una medida desproporcionada que, de nuevo, revierte la crisis en las clases menos pudientes.

Seamos claros. El criterio seguido, demostrada la falsedad del aducido y la falta de voluntad de poner remedios eficaces no es otro que el ahorro de costes, de inversión suficiente en una Justicia cuya reforma, sin medios, pero con exceso de retórica, merece toda la desconfianza ante las propuestas que van apareciendo para su desarrollo. Justicia inaccesible o limitada salvo para unos pocos.

Esta realidad, sin embargo, choca con el silencio de los sectores vinculados a la Justicia. Preocupa la pasividad de la Universidad, de los Colegios de Abogados, de las asociaciones judiciales. Y es la ausencia de crítica jurídica, la clave para entender que nuestros gobernantes puedan actuar promoviendo reformas precipitadas o claramente opuestas a nuestra tradición y proceso. Tal vez sería bueno que no reformaran y que dejaran las cosas como están. Por favor.