Nací y me crié en un pueblo que quedaba a 77 kilómetros del hospital más cercano, en el que más de un infartado perdió la vida en el traslado al centro hospitalario, donde se aguantaban los dolores hasta el límite antes de emprender viaje en busca de asistencia médica y en el que hasta las embarazadas más agnósticas rezaban a todos los dioses cuando rompían aguas para que sus criaturas no vinieran al mundo en el arcén o en alguna de las travesías que había que cruzar para llegar al paritorio. Eran tiempos en los que la precariedad estaba asumida y las bajas por la falta de recursos asimiladas a la percepción más real que imaginaria de ser ciudadanos de segunda. Ni éramos muchos ni estábamos próximos a los centros de poder ni tampoco nuestras quejas, de haberlas habido, habrían llegado muy lejos. En apenas dos décadas aquella situación lamentable y a todas luces injusta se resolvió incorporándonos a los nuevos servicios con las ganas de quienes nunca los habían disfrutados y la certeza de que serían para siempre. Pobres.