Antiguamente, el Ministerio se denominaba "Gracia y Justicia". Luego perdió la gracia. También se denominó así una revista reaccionaria de humor editada durante la II República. Demos por hecho que fue mera coincidencia. Lo de que la gracia antecede a la justicia no es mera anécdota. Siempre se ha asociado a las funciones del poder público la administración de justicia, pero desde que en el siglo XVI Bodino acuñara la idea de "soberanía", o sea, la existencia de una fuente unificada y legítima de poder, que serviría para construir el Estado moderno, incluyó entre las potestades del soberano absoluto la de ejercer el derecho de gracia. Las raíces ideológicas son muy interesantes: el indulto es una excepción, una ruptura del orden natural de la autoridad, por eso se considerará que, dado el origen divino del poder, el indulto era como un "milagro", dado su carácter excepcional. Todo milagro es arbitrario: queda reservado a la voluntad de Dios decidir quién lo merece o no, y no tiene que justificarlo. Pero con el viaje histórico sufrido por la idea de soberanía, hasta llegar a la soberanía popular democrática, esa pura arbitrariedad no se sostiene y ha de ser, al menos, matizada y explicada. Salvo que el ministro, o sea, Dios, sea Gallardón.

Las razones expuestas para justificar el indulto de un kamikace, que el lector conoce, tienen el singular defecto de que no se compadecen con la cuestión de fondo. Está muy bien aludir a la función rehabilitadora de la pena o a un trato humanitario. De hecho el condenado está tan rehabilitado y ha recibido un trato tan humanitario que, al parecer, ocupaba un "módulo de respeto" en la prisión y fue excarcelado antes de que el indulto se publicara en el BOE. El problema es que, por más vueltas que se le dé, el trato dado no es sólo arbitrario -que era potestad divina- sino que es discriminatorio -y aquí Gallardón ya le va ganando a Dios en Atributos-. Sin duda el Gobierno, al indultar, ha de apreciar las circunstancias particulares, pero es inimaginable, en este caso, que haya apreciado alguna que no pueda ser estimada en cualquier caso equivalente, lo que debería poner en la calle a todos los desgraciados infames que se dedican a jugar a la ruleta rusa con un automóvil. Para eso, mejor despenalizar la conducta. Y es que la Constitución prevé el indulto, y, al hacerlo, establece una matización justificada a la prohibición general de arbitrariedad, pero no puede establecer excepciones a la prohibición de discriminación sin cargarse la espina dorsal de la propia Carta Magna. Por ejemplo, quedaría feo que dijera: "todos son iguales ante la ley, salvo los clientes del despacho de abogados en el que trabaje el hijo del ministro de Justicia". Como no lo hace, la responsabilidad política del ministro es absoluta y, con su cara de niño bueno, parido centrista por los siglos de los siglos, debería irse con su música a otra parte: quizá ningún ministro de la democracia ha defraudado a tantos en tan poco tiempo.

Y encima la gracia llueve sobre lo de Carromero. Ese muchacho que asesora al PP cuando no está dedicado a jugar a Roberto Alcázar y Pedrín y Fernando Alonso, en una pieza. Creo que hemos sido bastante prudentes al hablar del tema, porque había muertos por en medio, pero la verdad es que la narración desnuda del caso da para un sainete tragicómico. La esencia del asunto es la misma: al parecer las normas y los empeños del Ministerio de Asuntos Exteriores tienen distinta vara de medir si el delincuente condenado en el extranjero es militante del PP o no. Podría aducirse, en este caso, dudas sobre la legalidad del procedimiento judicial cubano, pero nadie lo ha hecho. Lo que nos lleva a pensar que: 1) el Gobierno considera que el proceso fue justo según los estándares internacionales; o 2) el valiente adalid de Esperanza Aguirre es un cobarde incapaz de usar su juicio para denunciar las infamias del régimen al que fue a combatir. Sea como sea, lo que queda claro es que el Gobierno español, para ayudar a uno de los suyos, pactó con la dictadura cubana, tan denostada en otras ocasiones.

Y así vamos: construyendo el liberalismo a base de poner en libertad, con mucha gracia, a los adeptos, amigos o allegados. Es lo mejor para consolarnos de las desdichas del paro o de la quiebra de los servicios públicos. Quizá olviden que algunos pueden perdonar u olvidar el hambre cuando comen o la enfermedad cuando sanan. Pero hay cosas irrecuperables: la dignidad herida, por ejemplo. Y estas cosas convierten los indultos en insultos, la arbitrariedad en risa babosa a un centímetro de nuestras caras, a las víctimas y a sus familias en peleles. No se olvida esto. Que vivamos de milagro, es lo que quieren. Deprisa, deprisa.