Yo tenía un amigo con el que discutía cordialmente muchas veces. Si la discusión se volvía aburrida, por reiteración de argumentos a favor o en contra de una determinada posición, instintivamente solíamos buscar aquellas ideas que compartíamos sin discusión alguna, de tal manera que la conversación se zanjaba con la satisfacción de encontrar siempre lo que nos unía y no lo que nos alejaba.

Esta situación la podemos aplicar muchas veces en la resolución de algunos conflictos, y sobre todo nos puede servir para recordar cuestiones que ya teníamos superadas, pero que por olvidadas, nos parecen que están por resolver. En este sentido, quiero hacer algunas reflexiones sobre la financiación pública de la investigación, desde una posición que creo que podrían compartir muchos ciudadanos, que son los que la financian mayoritariamente con sus impuestos, y desde luego, muchos universitarios, entre los que me encuentro.

Es bien sabido que entre los principios comunitarios que afectan a España como país miembro de la Unión Europea, se encuentra el principio de solidez financiera, que viene a significar que los Estados miembros no pueden incurrir en déficit excesivo, ni endeudarse por encima de un nivel de referencia respecto a su PIB. Este principio no es novedoso, ni producto de la crisis iniciada en 2008, sino que era directamente vinculante para nuestro país y fue desarrollado en España a través de las Leyes de estabilidad presupuestaria de 2001 y 2007. Lo que sí fue novedoso, es que estas normas presupuestarias se incluyeran directamente en la Constitución Española a través de la reforma del art. 135, y que la disciplina presupuestaria haya recibido una nueva vuelta de tuerca con el Tratado de estabilidad, coordinación y gobernanza de la Unión Europea.

En este sentido, y estando de acuerdo con que sólo unas finanzas públicas sólidas son la garantía de un Estado que satisfaga los gastos públicos, hay que recordar otros artículos de la Constitución que están plenamente vigentes y que no debemos olvidar. Creo que éstos son los principios sobre los que sigue habiendo el mismo consenso y punto de encuentro que había hace 35 años.

El Art. 1 de la CE establece que "España se constituye en un Estado social y democrático de Derecho". En una primera aproximación, podemos estar de acuerdo en que el Estado social es un sistema definido por un conjunto de condiciones jurídicas, políticas y económicas, que se propone asumir necesidades colectivas, como públicas, y garantizar derechos considerados esenciales. Por tanto, un Estado social debe tender a mitigar las desigualdades sociales a través de una redistribución de la renta y de la riqueza. Y es en este punto donde un Estado social debe ir acompañado de un tipo de Hacienda Pública, en el que los ingresos y los gastos públicos estén regulados sobre la base de unos principios de justicia redistributiva. La Constitución consagró, en coherencia con el Estado social, una Hacienda de tipo contributivo. Estos es, aquella cuyos gastos se financiarían básicamente con un sistema tributario justo, y en la que los ingresos así obtenidos se destinarían a la satisfacción de unos gastos, ordenados también sobre principios de justicia.

La cuestión clave es decidir cuándo estamos en presencia de un gasto justo. Según nuestra Constitución interna, el gasto justo es el que realiza una asignación equitativa de los recursos públicos y responde a los principios de eficiencia y economía. Lo cual quiere decir que el gasto público, debe destinarse a las necesidades que también la Constitución considera como merecedoras de ser satisfechas con fondos públicos. Y en ésto, una Constitución que refrenda un Estado social y democrático de Derecho, constitucionaliza un Estado intervencionista en materia de gasto, esto es, no un Estado reducido al mínimo, sino uno que asume como públicas una serie de necesidades entre las que se encuentra la Investigación. El art. 44.2 de la Constitución, establece como necesidad pública, y por lo tanto como gasto justo, la promoción de la investigación científica y técnica en beneficio del interés general. Pero además, obliga a que ese gasto sea eficiente (realmente satisfaga esa necesidad) y sea económico (se utilicen los menores costes posibles para satisfacerlo). Por tanto consagra, para entendernos, la prohibición del despilfarro, entendiendo por tal el gasto que no es justo, que no es eficiente o que no es económico.

Podemos también estar de acuerdo en que las decisiones acerca del gasto son políticas y por lo tanto cambiantes; pero si entendemos por justo aquello que se adecúe a la voluntad general, los poderes públicos, para ser respetuosos con el principio, deberán asignar los recursos públicos a aquellas necesidades que en cada momento histórico se consideren merecedoras de satisfacción mediante el empleo de fondos públicos. Y es importante resaltar que el gasto en investigación, como necesidad pública, al igual que otros, se consideró justo hace 35 años y goza de protección constitucional. Otra cosa será cómo consigamos coordinar la intemporalidad del gasto justo, con la temporalidad presupuestaria, pero eso podría ser objeto de otra discusión en la que también podríamos encontrar puntos de encuentro.

Hace un año que ya no puedo discutir de estas cosas con mi amigo, pero estoy segura de que estaríamos de acuerdo en que la Investigación al servicio del interés general, cuyos logros admirábamos, es un gasto justo y que merece ser recordado.