Creo que es mi deber informaros de un mal que nos asola desde tiempos inmemorables. Una terrible epidemia, mortal de necesidad, que aplasta a la humanidad bajo su yugo. Peor que la peste, la rabia y las bombas atómicas juntas. Estoy hablando de (pausa dramática)É los ciudadanos de bien.

Esos individuos capaces de defender cualquier injusticia, cualquier abuso atroz a sus conciudadanos en nombre de la estabilidad. Fogosos amantes de lo establecido. Los bienpensantes hasta el absurdo, los que llevan la corrección política atada al cuello cual dogma de plomo y deciden qué es aceptable y lícito y qué debe ser censurado. Y no me refiero necesariamente al magnate que enciende puros con billetes de quinientos euros. No, hablo de esa gente de bien con la que convivimos. La vecina o compañera de trabajo que, parapetada tras el muro de carga de la normalidad, se restriega en lodazales reaccionarios sin darse cuenta. Porque lo convencional es lo bueno, lo conocido es lo deseable y los experimentos se hacen con gaseosa.

Estos especímenes veneran las leyes con la devoción con la que mi padre venera las tiendas de bricolaje. Como si la legislación surgiera entre las coles y no tuviéramos derecho a cambiarla por obsoleta o inadecuada. Son también quienes se escandalizan con el humor negro pero practican la crueldad diaria y la indiferencia sangrante ante los débiles. Gente que sólo despierta de su letargo para defender el statu quo y cuando escucha hablar de violencia estructural pone cara de comadreja atragantada, apela a las normas de convivencia o exclama que lo que hacen falta son más ganas de trabajar y menos tonterías. Tan planos, tan dispuestos a aportar siempre una palabra sensata, gris, cobarde. Creyendo estar en el punto intermedio cuando realmente disfrazan de responsabilidad su alineación con los amos del cotarro.

Las personas de bien están por todas partes. Tienen diferentes estaturas y cortes de pelo, igual pueden vestir de universitaria que de mecánico calvo. Probablemente en invierno lleven jersey, como todo el mundo. Las reconocerás por los topicazos que mascullan constantemente. Entre sus frases estrella: "protestar no sirve para nada" y "no hay que caer en extremismos". Seguramente les oigas quejarse de "lo mal que va todo" y "lo mucho que roban los políticos y los sindicatos" pero considerarán violencia inadmisible cualquier intento de acabar con los vicios del sistema. Algunos de ellos desvergonzadamente se definen como apolíticos, "yo no soy de izquierdas ni de derechas, todos los partidos son iguales". Luego votan lo que les dice su pareja o su padre y sienten que han cumplido con su deber. Otros, pobrecitos míos, se creen progresistas por estar en contra de apalear mendigos e inmigrantes en las calles, pero califican de criminal o terrorista a quien defiende que no le tiren de su casa como a un perro sarnoso.

Todos ellos tienen un lugar preferencial en mi lista negra, casi a la misma altura que el queso azul y los nazis (esto es una broma, si eres una persona de bien y te has sentido ofendida, mis disculpas). En el fondo deberíamos estarles agradecidos. Porque ellos, tan formales y atentos, son los encargados de recordarnos continuamente que estamos en el mejor de los mundos posibles por si, mientras escupimos la sangre del enésimo puñetazo, se nos olvida.