Arisco. Huraño. Genio y figura. Así se presentó Elías Querejeta en el capítulo de Imprescindibles que le dedicó La 2. Un documental dirigido por Gerardo Sánchez y Alberto Bermejo que, como no podía ser de otra forma, se convirtió en hagiografía. El trabajo se quería haber titulado 24 horas en la vida de un cineasta, pero el aludido lo cuestionó: ¿Por qué cineasta? ¿Qué iban a pensar los que lo son de verdad? En una decisión metacinematográfica, Gerardo y Alberto decidieron iniciar el trabajo mostrando el desacuerdo de su homenajeado, ceño fruncido en ristre.

Quedó claro el poder de Querejeta. Hijo de presidente de Diputación en 1934, el año que vino al mundo. A su favor, una personalidad insobornable, una virtud de la que muy pocos pueden alardear. En su contra, fruto de dicho carácter, todo lo que pudo dejar por el camino por no entrar en su ideario. En el caso de Querejeta cabe plantearse qué fue antes, si el nombre y el caché, o el peso específico de la obra, y fruto de ella, el prestigio. Al principio del principio fue La caza. Y acertó. Todo lo demás vino solo. Las palabras de Max, de Martínez Lázaro, una película limitadísima por donde se mire. Habla, mudita, opera prima de Gutiérrez Aragón, sobrevalorada como pocas, con una muy mala dirección de actores que al ser producida por Q no tuvo problemas para llegar al mismísimo Festival de Berlín. Y desde allí impulsar la carrera de su director, que tocó la gloria sin necesidad de hacer ninguna película redonda. En Imprescindibles (como ya vimos en su día en el largo El productor) comprobamos hasta qué punto la sombra de Querejeta era alargada. Eso sí, a él le debemos los lanzamientos de Víctor Erice y Fernando León. Sus mejores frutos.