8.45 horas de la mañana de un verano en el que el calor comienza a apretar en Alicante. Como cada día, cada dos meses,que me toca pasar por el centro de salud a por las recetas de los medicamentos que controlan mi hipertensión -herencia paterna-, me hago el ánimo y me presento ante la ventanilla del centro. ¡Sorpresa! Una vez más han cambiado las normas y como estamos en verano, y el ambulatorio cierra por las tardes, una administrativa me envía a... la biblioteca. ¡Cielos, y dicen que la Atención Primaria está por los suelos! ¿Una biblioteca al servicio de los pacientes? Mi gozo en un pozo. Tras localizar el ascensor y esperarlo diez minutos subo a la planta donde pensaba encontrarme, como mínimo, con el mismísimo Cervantes esperando turno. Pues no, allí, en perfecta formación y como si de la cola del racionamiento se tratara, unos 30 jubilados han montado su propio sistema para aguardar a que el funcionario, desbordado y con infinita paciencia, todo sea dicho, tenga a bien imprimir las recetas. Sobre una caja de cartón, un montón de papelitos para coger turno y, al menos, 45 minutos de espera por delante, según contaban los habituales. La escena no es propia del pulcro, ¿y algorítmico?, conseller de Sanidad, Manuel Llombart. El aire acondicionado no da para refrigerar el estrecho pasillo y a la biblioteca, por supuesto, no se puede acceder. El calor aprieta, la prisa por incorporarme al trabajo también y, además, el horario no es nada generoso. A las 14.15 horas la biblioteca cierra, que hay que comer y echar la siesta, porque el centro cierra por la tarde. Llevo varios años adaptándome cada dos meses al nuevo sistema. Primero las daba el médico; después en ventanilla; a continuación, en el pasillo anexo a la ventanilla, y la penúltima, a la primera planta, supongo, para que la cola no llegue a la calle. Me voy cabreado y desesperado y la pregunta no se me quita de la cabeza. ¿Qué pinta una biblioteca en un centro de salud? Médicos, enfermeras y más personal. Eso es lo que hace falta, conseller Llombart.