Hace unos días tuve que viajar a Londres. Encontré la city entusiasmada preparando su Halloween. Ya saben, esa celebración en la que muchos niños, disfrazados de vampiros, corretean pidiendo golosinas y en la que bastantes adultos licenciosos, disfrazados con trajes sicalépticos, deambulan por bares demandando afecto. Esa celebración, de origen celta, que ensalzaba el fin de las cosechas del verano y que se cristianizó en la Edad Media al aunarse con Todos los Santos. Esa celebración que no «era» de aquí.

Y escribo «era» porque no hay nada más español que una fiesta, y, con más o menos entusiasmo, hemos acabado incorporándola a nuestro almanaque. La de la calabaza y los zombis está terminando por ser una verbena «muy nuestra», casi tanto como el Pilar o los Sanfermines. Contamos ya con un Halloween, comme il faut, y, como han mostrado los medios, este año no han faltado películas de terror, fantasmas, duendes y bailes de disfraces. Es más, hemos tenido hasta una casa encantada.

Comenzábamos la semana pasada con el rechazo del recurso contra la condena de Inés del Río. Y algunos diarios lanzaban una película de terror. Se cargaban las tintas contra el Tribunal de Derechos Humanos de Estrasburgo, cuya labor, qué paradoja, es defender los derechos de los ciudadanos frente a abusos de poder de Estados y dirigentes. ¿No habría que plantearse simplemente que los hechos (hoy) son resultado de las decisiones de ayer? Y ¿no habría que extrapolar, también que la actuación política (hoy) tendrá (y muchas) repercusiones en el mañana? Las cuestiones políticas mal afrontadas jurídicamente y las cuestiones jurídicas mal planteadas políticamente serán, sin dudarlo, historias futuras de terror. Tome nota, Gallardón.

Continuaba nuestro particular Halloween a mitad de semana cuando Artur Mas saludaba en el Foro del Mediterráneo a los asistentes. Eso sí, sin intervenir ni quedarse a acompañar. Cual espíritu, se manifestaba entre los vivos de forma perceptible, para luego desaparecer sin dejar rastro. Una fantasmada (en el sentido más literal) del president ante el presidente -mediando sonrisa y sorna- que, con flashes y cámaras recogían los medios, cual evento medular de la actualidad. Gestos simbólicos a los que El Mesías de la Ciudad Condal nos está acostumbrando ¿Los hará para asustarnos?

Ese mismo día, Montoro cambiaba su look: de Gargamel a duendecillo nacional. El hombre, eufórico, informaba de que, según el Banco de España, habíamos salido de la recesión técnica. Lo hacía con tanto entusiasmo que, al ver la noticia en la tele, en casa no pudimos por menos que hacer la ola. Ahora estamos esperando, como dicen los anglosajones, con toda la ilusión, que se nos vuelva a aparecer, cual David el Gnomo, para decir que, además de los índices bursátiles (que le tienen obsesionado), mejora el empleo. Eso, querido ministro, sí que será de celebrar.

El baile de disfraces vino con la boda de los superpoderes. No la gay de Spiderman con Superman, sino la hetero de Pablo Lara con Anna Brufau. Televisión, revistas y websites mostrando a troche y moche a señorías y a ex señorías engalanadas. Y a imputados y sospechosos con alhajas y sin pudor, lanzándonos sonrisas de oreja a oreja. No sé si ha sido una provocación o una broma. El caso es que no me ha hecho ninguna gracia y me ha despertado un enorme sentimiento de vergüenza (ajena). La que ladrones con boato no presentan.

Finalmente, la casa encantada ha aparecido esta semana. El Palacete de Pedralbes se autoalquiló. Así, sin más. Tachán... Qué cosas pasan, ¿no? A estos chicos, los urdangarines y a la infanta, se les multiplicaba el dinero en las cuentas corrientes mientras a los contribuyentes nos desaparecía de las cuentas públicas. Ahora lo ves, ahora no lo ves. Como por prestidigitación, oye. El misterio para mí continua siendo por qué Doña Cristina sigue sin ser imputada. ¿Truco o trato?