Habían pasado sólo dos días desde la muerte de Franco. En el Congreso de los Diputados, apareció todo el boato de las grandes ocasiones para adornar la gran incógnita de aquel país. Qué haría quien había sido designado por el dictador para perpetuar lo que debía haber quedado atado y bien atado.

En este reino -desde entonces «reino»- somos muy dados a las interpretaciones. Todo el mundo leyó entre líneas. Y cada uno interpretó para casa. Pronto las decisiones que fue tomando el nuevo Rey fueron clarificando su posición.

Fue su mejor tiempo. Un tiempo de cambio. Un tiempo en el que España se reinventó. Un tiempo en que Juan Carlos I concitó el mayor de los consensos y la más alta de las valoraciones.

Ese tiempo de pasión daría paso tras varias décadas a un tiempo de normalidad. Quizás de rutina. De desencanto. El tedio, tal vez, desgastó a quien demostró que daba lo mejor de sí en la épica de los momentos más convulsos.

La crisis, que castigó duramente a los españoles, añadió las mayores suspicacias hacia la parafernalia monárquica y hacia la conducta de quien la representaba.

Abdicar es un gesto raro. Y noble. Y merece todo mi reconocimiento, aunque cuando escribo estas líneas conozco poco acerca de las razones que le impulsan, más allá de una vaga alusión a su estado de salud.

En cualquier caso, tengo para mí, y lo digo de manera muy personal, que el debate tiene más lógica hoy, en este sufrido país, en el sentido de caminar hacia un Estado social de Derecho, subrayando enormemente lo de «social», que en volver a la vieja polémica de monarquía o república.

Aunque, dejaré para otros aquello de que «abdicado el Rey, viva el Rey».