Se cumplen cien años del nacimiento de Julián Marías (Valladolid, 17 de junio de 1914 - Madrid, 15 de diciembre de 2005), que tuvo, como pidió en oración en Tierra Santa durante el Crucero Universitario de 1933, «una vida intensa y llena de sentido cristiano». Discípulo y continuador de Ortega cuando no favorecía asociar ese nombre al propio, su primera obra «personal» es Introducción a la Filosofía, en el que aplica de forma metódica la razón vital a su meditación. Desde entonces el tema central de su pensamiento fue la vida humana. Destaca Antropología metafísica en la que, según sus propias palabras, «alcanza su propio nivel». Allí desarrolla aspectos como la menesterosidad de la vida humana, su dimensión irreal y futuriza, su estructura polar, su instalación vectorial, la pretensión de felicidad. Y a partir de este momento va ganando en amplitud y profundidad: La mujer en el siglo XX, La mujer y su sombra, Breve tratado de la ilusión, La felicidad humana, Mapa del mundo personal? Su delicioso librito Tratado de lo mejor es la presentación de una moral sustentada en la propia realidad humana rehuyendo un fundamento apriorístico en Dios, a pesar de ser Marías un pensador de profundas raíces cristianas.

Ha aplicado también la razón vital a la vida colectiva: después de estudiar el concepto histórico-social de la generación en El método histórico de las generaciones, y de haber conocido las sociedades americanas del norte y del sur, cuya influencia en su pensamiento siempre reconoció con agradecimiento, publica en 1955 su gran obra sociológica, La estructura social. En ella analiza detenidamente conceptos previos como las generaciones y las creencias, de tan clara raíz orteguiana, y se pone de manifiesto su autonomía respecto a su maestro, del que dos años después aparece, póstumamente y sobre el mismo tema, El hombre y la gente, tan distinto en sus planteamientos y su desarrollo. Y en 1984 publica España inteligible, que supone el primer intento serio de comprender la realidad española como un proceso de estructura dramática con un argumento bien definido.

Pero no se agota aquí el interés de Julián Marías. Hombre esperanzado, cree que la voluntad humana es en buena medida capaz de superar cualquier dificultad con tal de aplicarse a ello seriamente, y adopta un lema que le acompañará toda la vida: «que por mí no quede». Pronto tuvo ocasión de aplicarlo: tiene 24 años cuando acaba la Guerra Civil, que él ha pasado en Madrid, y su catedrático de Lógica, Julián Besteiro, se esfuerza por evitar una prolongación innecesaria de la guerra. Marías se une a ese esfuerzo por evitar tanta destrucción estéril. Muchos años más tarde confesará que esta actividad desplegada entonces constituía su único motivo de orgullo.

Esos antecedentes, y su firme lealtad a unos valores que le impedían prestar el juramento que exigía el régimen franquista, impidieron que realizase su profunda vocación de profesor universitario en España -lo fue en otros países-, pero no le impidió ingresar en la Real Academia Española, que se había mantenido firme desde el principio ante los intentos de Franco de intervenir en sus decisiones.

Con el fallecimiento de su mujer, Dolores Franco, Lolita, en la Navidad de 1977, se produce una suspensión en su vida, que se mantiene hasta que acepta dar un ciclo de conferencias en Buenos Aires. Se le acerca allí una anciana de provincias para contarle un sueño que se le ha repetido a primeros de año, y que carecía para ella de sentido hasta reconocer su nombre en los carteles que anunciaban las conferencias. En ese sueño le decían: «Dolores Franco ha llegado a la presencia del Señor; debe decírselo a Julián Marías». Él guardaba estas palabras en su corazón, y recordaba su viaje de novios por los pueblos castellanos, cuando Lolita conseguía que les abriesen las iglesias cerradas que pretendían visitar y él bromeaba diciendo que, llegado el momento, ella se encargaría también de que le abriesen las puertas del cielo.

En el prólogo de su último libro, Julián Marías se despedía de sus lectores: «No perdamos la esperanza. Mientras gracias a esa fuerza me encamino a Dios e imagino cerca, con ilusión, la vida perdurable, pido a mis amables lectores -que me han acompañado benevolentes y atentos durante tanto tiempo- tengan presente el último verso de ese primer soneto de las Rimas sacras de Lope: "Vuelve a la patria la razón perdida", cuando su luz venza mi oscuridad. Esa luz perpetua que siempre me iluminará. Nos iluminará, divina y admirablemente, a todos con su hermosísima claridad. Con su todopoderosa fuerza».