En los últimos días hemos visto con estupor y asombro la enésima prueba de corrupción y decadencia que nos ha conducido a esta crisis de la que nos intentan convencer de que ya estamos saliendo.

Durante estos largos años hemos asistido a numerosos casos de corrupción destapados por la justicia y los medios de comunicación de personas, grupos e instituciones que creíamos intocables en sus cúpulas de acero, tanto en el mundo financiero como político o cultural.

Pero, aún así, todavía quedan casos extraordinarios que no dejan de sorprendernos.

Derivado de una investigación judicial, se ha destapado el esperpéntico caso de las tarjetas fantasma de los dirigentes de Bankia. Casi un centenar de individuos que, al amparo del poder financiero, aprovecharon para vivir en un espejismo de riqueza, excesos y privilegios. Un complejo sistema, estructural y sistémico, que ensuciaba a todos los sectores, desde los propios dirigentes de la entidad financiera hasta los representantes de las principales fuerzas sindicales, sin dejar de lado a representantes de todas las fuerzas políticas ni tampoco a allegados a la Casa Real. En fin, todos, sin que ninguno pudiera sentirse ajeno a tal abuso.

Resulta curioso oír las semi-declaraciones de algunos de estos casi centenar de componentes del consejo de administración de Bankia. Casi parece que los principales sorprendidos son algunos de ellos cuando afirman que no creían que estuviesen haciendo nada ilegal.

Es aquí cuando surge una clara muestra de que esta crisis que vivimos es realmente una crisis moral, ética y de valores. El aspecto económico de esta crisis es el que más se ve, el más doloso y, por tanto, da la impresión de que es una crisis económica la que nos ha hundido. Pero en el fondo está ese poso y germen moral, ético y de valores que es el rector de la conducta que ha llevado a la crisis económica.

Uno de los tumores éticos que os afecta, y que llegó a convertirse en metástasis cuando se transformó en sistemático, estructural y, por tanto, aceptado por la sociedad, es la impunidad. Bajo este paraguas se actúa convencidos de que nada malo puede ocurrir. Suele ser un proceso natural el que la impunidad lleva a los individuos hacia la soberbia y la prepotencia (ambas siempre unidas, presentes y manifiestas). Cuando un o una individuo o individua llega a este estadio, comienza a forjarse en su subconsciente la idea falaz de que sus acciones están incluso hasta justificadas. Desde una perspectiva meritocrática llega a pensar que, si ha llegado hasta allí, es porque se lo merece, que ha sido más inteligente que los demás y que ahora obtiene su recompensa. Cualquier fechoría está justificada porque para eso él o ella ha sido el o la mejor. Incluso llega a pensar que sus acciones solo son correctas si las hace él o ella pero no los demás. Desde esa atalaya, contempla al resto de los mortales desde una posición alta y de poder que le hace sentirse cómodo o cómoda sin percibir ninguna amenaza.

Y ahí es en donde comienza la siguiente parte de todo este camino ético: la soberbia y la prepotencia les conducen al exceso de confianza. Se sienten tranquilos y tranquilas, a gusto en su fortaleza de impunidad, lujo y ninguna regla de actuación que no sea la de acrecentar su propia posición de poder. Cuando un soberbio o soberbia se confía, baja la guardia. Pierde la percepción del peligro y flaquea.

Y entonces, como surgido de la nada y sin saber por donde ha llegado el bofetón, desaparece la impunidad. Y el individuo o individua cae por sorpresa para él o ella pero también para el resto de la sociedad que, durante tiempo, pensó que era intocable. En el vacío de su desesperación por la situación de privilegio perdida, el propio individuo o individua no entiende qué es lo que ha podido pasar ni reconoce el daño que ha infringido, cuando, desde el primer momento de la impunidad, siempre creyó que estaba haciendo lo correcto y que era lo que se merecía por su capacidad o por sus logros.

Por eso, algunos de los consejeros de Bankia no entienden ahora que lo que hicieron fuera ilegal pero, sobre todo inhumano, cruel, soberbio y cínico. Vamos... lo que viene siendo un esperpento.

Durante los años de la soberbia y la prepotencia, los individuos y las individuas pierden cualquier capacidad de empatía y realidad. No son conscientes (ni quieren serlo) del daño que causan y de las consecuencias sociales y humanas de lo que hacen.

Bajo una bruma de beneficio que los nubla, dirigen sus acciones a la obtención del máximo beneficio sin llegar a sentir ningún escrúpulo, sentimiento de culpabilidad o capacidad de entender como sus acciones conducen a la pobreza y la desigualdad. Creen que son problemas que a ellos o a ellas nunca les afectará ni les provocará ningún perjuicio (es decir, pérdida de beneficios). Lo que ustedes y yo ya conocemos como el «que se jodan». La soberbia y la prepotencia es lo que tiene: que te ciega.

Ya les digo, el fondo es ético y moral, no económico, que sólo es el objetivo, no la causa.

Por eso aún estamos lejos de salir de esta crisis, al menos como sociedad. Los que auguran el final de este largo período de hundimiento sufren también del mal de la soberbia y la prepotencia, y se encuentran a medio camino de llegar al estado de confianza y de descuido posterior. Así es como caen las élites, que también caen, cuando menos nos lo esperemos, como los consejeros de Bankia.