Cuando en la tarde del pasado jueves me llegó la noticia del fallecimiento de D. Pere María Orts i Bosch sentí la pena que es propia a la pérdida de alguien a quien, a pesar de nuestra diferencia de edad, podía considerar mi amigo, por más que su longeva edad hiciera humanamente posible que su fecunda biografía, más pronto que tarde, finalizara. Para la gente más joven el uso de vocablos tales como caballero o patricio atribuidos a una persona puede sonar a algo pasado y vetusto, pero en el caso de D. Pere son palabras perfectamente atribuibles a su persona, porque si caballerosidad consiste en la disposición de comportarse con nobleza y generosidad, o la condición patricia alude a alguien que por nacimiento, riqueza o virtudes descuella entre sus conciudadanos, por usar dos definiciones consagradas por nuestro léxico académico, ambos atributos podrían aplicarse a quien nos ha dejado.

Tuve ocasión de conocer a D. Pere cuando me cupo la satisfacción de desempeñar durante cuatro años la Dirección General del Libro y Bibliotecas en el periodo 2003-2007, y pasé largos ratos de amable charla con él en su domicilio, que más propiamente parecía un museo o una singular biblioteca, sirviéndome él mismo de insuperable guía a la hora de rememorar la historia de cada cuadro que colgaba en las paredes de su casa, o de los ejemplares irrepetibles de libros que poblaban los extensos anaqueles de su biblioteca, conversaciones mutuas en las que se fue fraguando su voluntad ciertamente patricia de legar a sus conciudadanos una magnífica pinacoteca y una no menos importante colección bibliográfica, que ahora pueblan los fondos del Museo de San Pío V y de la Biblioteca Valenciana de San Miguel de los Reyes, respectivamente, al servicio de todos los valencianos presentes y futuros. A pesar de este gesto, su habitual timidez y talante introspectivo le hizo huir de cualquier homenaje o notoriedad. De alguna forma, D. Pere siempre me recordaba en su forma de entender la vida al ilustre protagonista de la novela Bearn o La sala de las muñecas, magnífica e inolvidable creación de Lorenzo Villalonga.

Recuerdo especialmente una tertulia con él, que como siempre versaba sobre nuestra cultura, historia y ser como pueblo, y que se entrecruzaba con su propia y dilatada procedencia familiar, una deliciosa plática que acabó con la autorización de que me trasladara a una casa suya palacete de construcción afrancesada que se halla en las afueras de Benidorm, y que escudriñara cuanto quisiera en los viejos documentos familiares, con el expreso permiso de que trajera a la Biblioteca cuantos documentos fueren de interés, lo que hice raudo, acompañado de los magníficos funcionarios que sostenían la buena marcha de la Biblioteca Valenciana. Él no quiso venir con nosotros, pues hacía años que no volvía a su ciudad de origen, acaso porque el dolor de los recuerdos había construido en su memoria una costra que no quería traspasar con la evocación del reencuentro con el paisaje de su pasado.

Curioso personaje D. Pere, encrucijada humana de filantropía y no poco de misantropía, entendida ésta como una condición vital libremente asumida en la cual la soledad no es castigo alguno, sino la opción voluntaria que permite a un ser humano entrar en lo profundo de sí mismo y cultivar sus aficiones humanísticas, su pasión por el estudio de la historia referida al propio territorio vital, fruto de la cual nos ha dejado numerosas publicaciones que han tenido como finalidad constante la recuperación de la memoria de su ciudad natal, Benidorm, o la divulgación de aspectos desconocidos de la onomástica, heráldica y genealogía humana de lo que ahora llamamos Comunidad Valenciana.

Singular D. Pere, enfundado siempre, fuere verano o invierno, en un terno negro, camisa blanca y corbata sempiternamente negra también, con sus cabellos níveamente blancos siempre revueltos, como si no fueran susceptibles de ser domeñados por el peine más compacto. En su magnífica casa no había instrumento técnico alguno que pudiera hacernos evocar el momento en el que vivíamos. No sólo ayuno de móvil o de ordenador ¡qué digo!, sino de teléfono fijo, de suerte que la comunicación con él se producía en los términos más parejos a como se debían relacionar quienes vivieran en Valencia en la Edad Moderna: yo le enviaba a su casa un mensaje escrito con un mensajero, quien tenía la orden de esperar la respuesta, y ésta llegaba por la misma vía a mis manos. Cuando le pregunté un día la razón por la cual había prescindido del teléfono me respondió que lo había hecho porque la última vez que sonó fue para comunicarle la pérdida de un ser bien querido por él. Al menos la falta de conexión podía retrasar la noticia de la adversidad.

Se nos fue D. Pere, como cada uno de nosotros nos iremos yendo cuando la Providencia nos llame, pero en su caso, no sólo subsistirá la belleza de su recuerdo, como escribía William Wordworth, sino que quedará una constancia material en el rico patrimonio artístico que nos donó a todos los valencianos. Que descanse en paz y que a estas horas el balcón de la eternidad le haya abierto el horizonte de respuesta a todas sus preguntas.