Sigmund Freud dijo aquello de que el niño se hace hombre matando al padre. Mi identidad de hombre, por tanto, es el resultado de una sucesión de asesinatos psíquicos en cadena. Romper los barrotes de la cárcel, dejar atrás la autoridad paterna, para ser yo. Freud, el psiquiatra que buceaba sin traje de neopreno en las heladas aguas de las patologías de la familia burguesa de la Europa de principios del siglo XX, diseñó toda una farmacopea para curar los males causados por ese modelo familiar represivo e hipócrita que con tanta precisión describe Stefan Zweig en El mundo de ayer. Thomas Mann lo relata con similar maestría en Los Buddenbrook. Y también Franz Kafka vuelca su ira contra su padre en sus escritos. Pero, si me lo permiten los sabios expertos en raspar la superficie de los agujeros negros e infinitos de la conciencia humana, yo no he experimentado esa angustia y represión. Ahora que ya he dejado el sol a mis espaldas y pienso en mi padre, en el padre de mi padre o en el padre de mi madre, es decir, en la figura paterna dentro de mi familia, percibo luces y sombras, pero no hipocresía y represión. Lo que pasa es que descubrir quién eres y derrapar lo menos posible en las curvas que aparecen en tu juventud, no es fácil. Y menos aún para tu padre, que es quien recoge los platos rotos. Los sabios opinan. Pero quien se come los marrones de los hijos es muchas veces el padre.

Ahora, desde la distancia, cuando ya está atardeciendo en la vida de nuestros padres, cuando muchos de ellos ya no están, es cuando recordamos nítidamente aquellas veces en las que nuestro padre citaba al suyo, admirando la sabiduría que su padre le dejó. Ahora, cuando yo mismo soy padre, y trato de remar dando paletadas a izquierda y derecha, a tientas, intuyendo el rumbo que puede que sea el más favorable para mis hijos, comprendo muchas cosas. Y veo a mi padre con más realismo. Se equivocó conmigo en algunas cosas, pero que aguantó muchos más golpes de los que yo nunca podré imaginar. Alguien, que estaba ahí, cuando las cosas se ponían chungas. Hijo mío, si algo malo viene, que sea para mí.

Los padres que he visto y que veo a mi alrededor no eran ni son perfectos. Pero, la mayoría eran y son buenas personas. Y eso no es fácil. No es fácil mediar entre tantos conflictos, convencer a los hijos de lo que está bien y mal, descubrir qué es lo mejor en cada caso, buscar el término medio entre libertad y responsabilidad. Y pasar a un segundo plano en sus vidas sin acritud, cuando ya son adultos, y has dejado de ser el absoluto protagonista de sus vidas. No sé qué es más difícil, si ser padre o abuelo. En ambos casos, hay que moderarse muchas veces, no dar importancia a desprecios, disculpar. Aguantar. Beberte la amargura con una sonrisa. Para que los hijos sean felices. Resumiendo: qué grande es mi padre. Cada vez recuerdo más sus sentencias, su sentido común. Sé que está ahí. Siempre estará ahí. Como una roca. No tuve que matarlo. Él quiso que yo viviera más que él. Mejor que él. Por encima de él. Es sencillo de entender: es mi padre.