Suelen decirme que tengo una visión pesimista de la existencia. Bien que lo siento, y contra ella he luchado. Pero desde el momento en que son innumerablemente más numerosas las filosofías pesimistas que optimistas, más las pinturas tenebrosas que las iluminativas, más las elegías que las odas, más las catedrales que los arcos de triunfo, más los hambrientos que los saciados, más los requiems que los cánticos, más los mesías que las jaujas, más las promesas que los hechos derivados de ellos, más la impunidad que la sanción, más los desengaños que los sueños, más los creyentes que las utopías practicables, más los que quieren entontecer a la muchedumbre que los que se esfuerzan por educarlos, más los que pretenden triunfar incluso pisando a los caídos que quienes les ayudan a levantarse, menos las esperanzas que las aguirres... y más los muertos a consecuencia de las guerras en el último siglo que la suma de cadáveres en los dos milenios anteriores... me atrevo a decir que es el mundo el que ha creado ese autorretrato, y no yo tal visión.

El hecho mismo de que la justicia necesite leyes y castigos para mantenerse en pie indica que es preciso corregir el mundo.

Este mundo es más un locus horribilis que un locus amoenus. Y la búsqueda del paraíso en la vida, en las ciencias y en el arte simplemente lo confirma.

Ahora bien: ¿dejaremos que a esa hecatombe del pensamiento emocional se sume la traición de los políticos?