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Argumentos

Higinio Marín

El rencor

Pocas obras literarias como «Moby Dick» de Melville exploran los pliegues oscuros de la conciencia donde se acantona el rencor. El capitán Ahab es uno de esos personajes monumentales que destacan dentro de la historia universal de la literatura. ¿Cómo olvidar el lomo acribillado del cetáceo emergiendo para expirar y llevarse consigo al abismo al capitán Ahab enredado por los cabos de los arpones en el destino de su presa?

Tullido y con cicatrices que le cruzan de parte a parte, este capitán ballenero persigue obsesivamente al cetáceo que le mutiló, y protagoniza una Odisea moderna y espiritualmente destructiva. En cierto modo y mucho antes del «Ulises» de Joyce, el capitán Ahab de Melville se erige como el antagonista moderno del Ulises homérico que vuelve a su hogar, pues la fanática persecución acaba con la muerte de la ballena blanca, del capitán y de toda su tripulación.

Con ese trágico final Melville nos brinda la primera lección inolvidable: la sed de venganza multiplica y consuma el daño que la causó. El agresor tiene en el rencor de su víctima a su mejor cómplice porque perpetúa y profundiza el daño hasta profundidades inalcanzables para él. Tal y como el veneno de la mordedura se sirve del latido vital de la víctima para inundarla hasta matarla, así mismo el rencor adentra el daño con su propio y fatídico impulso hasta lugares fuera del alcance del poder del enemigo.

Todavía más oscura y paradójica resulta la necesidad que el rencor tiene de encontrar un enemigo. Ahab necesita creer que la ballena es una bestia maléfica e intencionada, porque para odiar es preciso poder culpar a alguien. De hecho el rencor es, sobre cualquier otro, el sueño de la razón que produce más monstruos: supone -y si no lo encuentra, lo inventa- un causante de todos nuestros sufrimientos. El rencor incuba el prejuicio de la existencia de una maldad ajena y culpable, mientras la desgracia se convierte en prueba de mi inocencia y de todos los que la comparten.

En el paroxismo de la tragedia, el rencor convierte a la víctima inocente que llega a poseer en cómplice y culpable de su ruina y destrucción. El ardoroso anhelo de consolar el propio sufrimiento haciendo sufrir a quien lo causó, arrumba en el olvido la vieja sabiduría que advertía: vale más padecer injusticia que cometerla; lo primero nos hace víctimas, lo segundo nos hace a imagen y semejanza del verdugo que, aunque pereciera a nuestras manos, subiste torturándonos primero y destruyéndonos después con el odio que le profesábamos. Lo que ningún enemigo puede conseguir sin nuestra complicidad es convertirnos en seres de su misma vileza. Es el rencor el que suma al daño injustamente padecido el envilecimiento culpable y la ruina que le da la victoria al agresor.

El rencor entrega las escrituras del alma al ladrón. Por eso Sádaba pudo hablar del perdón como la recuperación de la soberanía del yo. Nada revoca y limita más eficazmente el poder del agresor como el perdón. Quien es capaz de perdonar no solo se pone a salvo de todo daño menos el inevitable, sino que sobrevive a la injusticia habiendo preservado lo más valioso: nuestra libertad para vivir, y para hacerlo dejando al margen su odio, sin dejarnos poseer por él. Ciertamente, no siempre es posible perdonar en términos psicológicos; por algo la tradición teológica ha tenido el perdón por un poder característicamente divino. Pero donde el perdón no es posible, el paso del tiempo sirve de sustituto imperfecto porque permite atemperar y calmar.

Desde luego que las sociedades necesitan imperativamente y en primer lugar la justicia por la que los culpables quedan reprobados y las víctimas resarcidas, hasta donde sea posible, al menos. Pero la justicia, aun siendo todo lo que las instituciones públicas pueden hacer y todo cuanto se les puede exigir, es insuficiente. Las personas y las sociedades necesitamos del perdón o en su defecto del olvido para poder sobrevivir -y convivir-, porque no podemos evitar el conflicto, ni siquiera el abuso, aunque lo procuremos con tesón. No existe la posibilidad de un Estado perfectamente justo, ni existe la inalterabilidad que soñaron los estoicos, y aunque existiera no sería deseable porque para conseguirla hay que hacerse incapaz de conmoverse, y por consiguiente, de consolar o ser consolado.

Pero donde ni hay lugar al perdón, ni se deja al tiempo hacer su obra, la lógica demente del mal no se contenta con la furia fratricida de Caín y procura que Abel engendre en su interior y con su rencor el odio cainita de su hermano. El odio multiplica los gemelos de Caín. Pocas imágenes lo expresan tan crudamente como cuando Melville cuenta que uno de los balleneros está a punto de morir ahogado al deslizarse dentro de la gigantesca bolsa de esperma del cetáceo muerto. El rencor es el semen del enemigo engendrando su prole en la víctima: resentimiento, pendencia, odio. Y de ahí que si al principio de cualquier guerra es dudoso que cualquiera de los bandos sea completamente inocente, al final lo improbable es queden siquiera inocentes, por justa que fuera la causa. La inocencia solo es segura en aquellos que no fueron más que víctimas.

Sin esa visión resulta imposible la ecuanimidad en el juicio de la historia moral de los países, y tampoco la construcción de su futuro. Que ochenta años después de nuestra guerra, jóvenes de veintitantos años griten arrollando capillas «arderéis como en el treinta y seis», o «rojos al paredón» que tanto da, y que unos u otros detesten el «régimen del 78», o que una concejal o los que le acompañan griten o escriban aquellas u otras vilezas, no es una travesura juvenil, ni «activismo estudiantil», es una calamidad moral y social que debería hacernos reconsiderar hasta qué punto el odio y el rencor merecen ser pasiones políticas.

Debería preocuparnos la insensata y pendenciera sombra que se desliza entre nosotros.

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