Estamos profundamente equivocados: el mejor indicador para medir la evolución económica de un país no lo encontramos en su prima de riesgo, en su nivel de deuda o en la cotización de sus valores bursátiles, ni mucho menos. El indicador más contundente lo tenemos en el número de personas que son incapaces siquiera de alimentarse y requieren de la ayuda para dar respuesta a su ingesta de calorías diarias necesarias para sobrevivir. Ahí es donde tenemos un exponente inequívoco del grado de fortaleza o descomposición social de su población.

El pasado fin de semana se celebró un acontecimiento que por sí mismo demuestra la situación de emergencia social en la que nos encontramos y que, a pesar de su trascendencia, pasó llamativamente inadvertido en medio de la precampaña electoral en la que estaban embarcados todos los partidos políticos. Me refiero a la campaña anual de recogida de alimentos que en toda España organizó la Federación Española de Bancos de Alimentos (Fesbal) en las 55 delegaciones existentes en todo el país. A lo largo de todo el fin de semana, la campaña consiguió recoger 22 millones de kilos de comida, un 5% más que el pasado año, permitiendo con ello llenar los almacenes, agotados por las continuas demandas de alimentos, que tendrán existencias para atender las necesidades de comida de 1,8 millones personas durante dos meses.

España se sitúa así a la cabeza de la UE en algo tan significativo como ser el país que más alimentos recoge para llenar las despensas de los bancos de alimentos, manteniéndose también como el Estado europeo que más alimentos recibe del Fondo Europeo de Garantía Agraria para atender las necesidades alimentarias de quienes no tienen recursos. Ahora bien, un país que tiene que organizar campañas periódicas de recogida de alimentos entre su población y que necesita recibir más de 70 millones de kilos de comida de las instituciones europeas para los cerca de dos millones de personas que, según las investigaciones llevadas a cabo, dependen de estas ayudas para poder comer cada día es un país roto, descosido y hecho jirones.

Frente a ello, la satisfacción que muestra el Gobierno con esa supuesta recuperación que predica resulta, si cabe, tan inadecuada como insolente, dejando a millones de personas en la cuneta, abandonados a la caridad para poder incluso alimentarse. Pero más llamativo aún es que ningún partido de la oposición, ni siquiera las formaciones de izquierda que dicen preocuparse por los más desfavorecidos, hagan la mínima mención a esta situación tan dramática. Podemos pensar que lo que pretenden es cambiar las cosas para que no se necesiten en España los repartos de alimentos. Naturalmente que estamos de acuerdo, pero hasta que esto se consiga, alguien tendrá que alimentar a todo ese ejército de personas del que se encargan el asistencialismo y la caridad porque carecen de otros recursos públicos. Y aquí es donde debemos preguntarnos por qué los partidos políticos no mencionan el problema del hambre en España.

Para quien gobierna, el hambre y la necesidad de que cerca de dos millones de personas necesiten recibir alimentos para poder alimentarse diariamente supone el mayor reconocimiento de la gravedad de la situación social y el fracaso de sus políticas económicas aplicadas que han generado pobreza, centrifugando a importantes sectores a los márgenes de la sociedad. Pero para los partidos de izquierda, dejar fuera de su agenda el problema del hambre demuestra su incapacidad política por comprender algo tan importante como es el derecho a la alimentación, no como un deseo abstracto, sino como derecho positivo internacional, la base sobre la que armar una estrategia política susceptible de abanderar avances al mismo nivel que otros derechos sociales, como el derecho a la vivienda, la salud o la educación.

El derecho a la alimentación recogido en la Cumbre Mundial sobre Alimentación de la FAO en 1996 se define como «el derecho de toda persona a tener acceso a alimentos sanos y nutritivos, en consonancia con el derecho a una alimentación apropiada y con el derecho fundamental de toda persona a no padecer hambre». Todos los Estados firmantes, entre ellos España, se comprometen a asegurar la alimentación de su población como una obligación, a pesar de que ni en el Parlamento español ni en los parlamentos autonómicos se ha reivindicado nunca, algo que como mínimo supondría dotar presupuestariamente un fondo suficiente de lucha contra el hambre, algo que hasta la fecha está en manos de la solidaridad ciudadana y la caridad asistencial.

El reparto de alimentos no es solo una cuestión de abastecimiento, es sobre todo un problema de dependencia de los necesitados hacia los benefactores. Así las cosas, el reparto de comida es un problema de naturaleza política: el poder público deja abandonados a los desahuciados del mercado de trabajo al vaivén de la solidaridad social; y también es de naturaleza política la dejación del Estado que convierte los tratados internacionales en puro verbalismo declarativo. Luchar contra el hambre en España es una necesidad perentoria y, mientras haya personas necesitadas de comida, las instituciones públicas tienen también que asumir sus obligaciones.

@carlosgomezgil