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Jesús Javier Prado

La última jornada

Margarita Sánchez Díaz, de mediana edad, uno sesenta y cuatro de altura, cincuenta y tres kilos de peso y funcionaria de la Seguridad Social (nivel b dos, subgrupo diecisiete, departamento de recaudación de autónomos y profesionales) nunca había mostrado el menor interés por el fútbol, pero a medida que su marido se desencantaba del mismo (había apostado tres mil euros a que Casillas hacía al menos tres cantadas en un partido del Oporto. Y sólo había hecho dos) y que todo era una mafia y una mierda, más interés empezó a mostrar ella por ese mundo que desconocía: su relación (cómoda en lo económico, menguante en lo afectivo e inexistente en lo sexual) hacía tiempo que languidecía cual tarde de domingo, no habiendo nada que a ella le hiciera más feliz y a él le sacara más de quicio que llevarle la contraria en cualquier asunto que lo mereciera. Faltos ambos de carácter para dar por terminada una historia en la que nunca hubo mucha pasión, a lo más que habían llegado en su lento distanciamiento con el paso de los años es que votaban a partidos opuestos, dormían en camas separadas y compraban en supermercados diferentes.

Así que a medida que Armando, su marido, mostraba su decepción por el deporte rey, Margarita empezó a engancharse a los espacios deportivos de los telediarios. Pronto descubrió que para alguien como ella, acostumbrada a la rutina de un horario fijo y un salario estable, y a la tarea de aplicar escrupulosamente los reglamentos ministeriales, o la notificación de las sanciones en el tiempo y plazo pertinentes, el mundo del fútbol era una especie de Sodoma y Gomorra moderno, fascinante y permisivo donde imperaba el exceso, el despilfarro y la irracionalidad más absurda.

Cada vez que veía imágenes de un jugador que cobraba tres millones de euros netos de impuestos e iba a entrenar cada día de la semana con un coche distinto, ponía cara de perplejidad. Le atraían las cifras multimillonarias de los traspasos, la ferocidad de los aficionados, las hipérboles de los comentaristas radiofónicos y, sobre todo, la profundidad de las declaraciones de los protagonistas al finalizar cada jornada: «lo importante es el equipo» decían todos los jugadores, «el entrenador tiene todo nuestro apoyo» decían todos los presidentes, «la pelota no ha querido entrar» (como si fuera un ser humano, la pelota?) decían todos los entrenadores, y finalmente (esta era la mejor, sin duda) «el fútbol es así» decía todo el mundo . Vale, el fútbol es así, pero ¿cómo? pensaba Margarita, tratando de comprender el misterio que todo el mundo parecía conocer. Su marido, además, cada vez que ella le inquiría sobre cualquier irracionalidad futbolística (un partido ganado injustamente, un error arbitral garrafal, una expulsión absurda?) le respondía eso mismo, encogiéndose de hombros: «El fútbol es así, Margarita». Y acto seguido, normalmente se iba a echar la siesta. Ya lo hemos dicho, Armando (también funcionario, pero de Hacienda y de un nivel superior) no era pura pasión, precisamente

También empezaba Margarita a saber que todos los clubes defraudaban al fisco, que las comisiones por los traspasos eran un negocio redondo, que Blatter, Villar o Platini eran tanto o más malos que Kevin Spacey en «House of Cards» y que todos (jugadores, entrenadores, agentes, directivos, medios de comunicación, fondos de inversión, multimillonarios árabes, rusos, afganos) habían convertido al fútbol en un negocio interminable.

Margarita observaba el fútbol como una irrealidad absoluta y sin ningún sentido, y le gustaba (a su vez,todo esto era lo que a su marido le había apartado del mismo. Bueno, y lo de Casillas?). Y cuanto mayor indiferencia y menos caso le hacía Armando, más atenta estaba ella a ese mundo nuevo e irreal como la vida misma, lleno de excesos, peinados absurdos y tatuajes.

Así que cuando éste le dijo, el sábado por la mañana, que si le apetecía bajarse con él al bar de abajo a ver la última jornada de liga, a Margarita se le encendió la luz. Girándose lentamente, tomándose su tiempo y con el tono de voz adecuado, le respondió lo que tantas veces había pensado pero no sabía ni cuándo ni cómo ni de qué manera: «De acuerdo, cariño, pero con una condición: si el Madrid gana la liga, me separo de ti. Y si la gana el Barca, te divorcias tú de mí». La frase le dejó noqueado, cual boxeador tambaleándose sobre la lona después de recibir un gancho inesperado de izquierda, pero aún le quedaba el puñetazo final, que le acabó de rematar: «Es que el fútbol es así, Armando».

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