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El sonido de la marabunta

¿Qué haremos cuando no esté Springsteen? ¿Qué pasará cuando deje las grandes giras y se dedique a dar pequeños conciertos en teatros de Nueva York, o a aparecer por sorpresa para tocar un rato en garitos de New Yersey, y ya no tenga el ánimo para hacer las maletas y venirse a Barcelona, a Sevilla, a Benidorm, a Madrid, a Donosti o a Bilbao? Pues no lo sé, pero mientras tanto disfrutémoslo todo lo que podamos. Y eso es mucho. Porque el motivo por el cual casi cincuenta años después de sus inicios sigue incorporando fans a sus espectáculos (más allá de si el sonido es mejor o peor, de si toca tal o cual canción) es que los convierte desde el minuto uno en una fiesta, en una juerga, en un gozo al que te lleva y te tumba por puro agotamiento

Y una fiesta nada excluyente, porque el rockero estadounidense ha conseguido algo casi imposible: convertirse en un espectáculo para todos los públicos (grupitos de treintañeras a las que les pone su estética vaquera, críos pre-adolescentes acompañados por sus padres para que oigan Waiting on a sunny day en directo, cincuentones que se creen que nunca van a hacerse viejos, y gente de su quinta que con sesenta o setenta abriles quieren demostrarse a sí mismos que recuerdan la letra de The River) pero sin traicionar la esencia de lo que viene haciendo desde que empezó a deslumbrar allá por principio de los setenta: hacer que la gente se lo pase pipa, que baile, que grite, que beba, que salte, como si la noche no se fuera a acabar nunca (que eso es lo que uno piensa cuando es joven: que la noche no se va acabar nunca, y que algo pasará).

En tiempos en que el individualismo, las relaciones virtuales inventadas y las redes sociales digitales son ya más presente que futuro, está bien el chute de adrenalina que supone volver a oír el sonido de una marabunta atronando un estadio, ser parte a pie de pista de una multitud de manos salvajes movidas al viento porque te lo ordene un señor de sesenta y seis años, saltar coreando estribillos con otras sesenta mil personas a las que les gusta la misma canción que a ti. Spotify, Twitter, Facebook o Instagram tienen muchas ventajas, pero aún van a tardar en ser capaces de reproducir la sensación que provoca el rugido de una manada dentro de un campo de fútbol. Y Bruce Springsteen se ha quedado como rey indiscutible de la misma: con Bob Dylan cada vez más misántropo, David Bowie en el séptimo cielo y los Rolling echando mano de la calculadora cada diez años para ver si les sale a cuenta irse de gira, el de New Yersey sigue agotando entradas en grandes estadios de medio mundo e incorporando fans de todas las edades, sin necesidad además de aparecer volando sobre el escenario montado en un elefante de color rosa. Tres pantallas (gigantes, eso sí), su banda de toda la vida, su novia, y poco más. Bueno, y canciones para, más que parar, hacer descarrilar a varios trenes de mercancías. Si a eso se le añade el disfrute que aún parece darles (a él y sus amigotes de la Calle E) estar encima de un escenario por el puro placer de tocar, se consigue la cuadratura del círculo. Bruce Springsteen suma y sigue, y además no tiene relevo. Así que la respuesta, otra vez, es no: no sé qué narices vamos a hacer los millones de fans que tiene esparcidos por el mundo cuando ya no esté, o no venga, o tenga artrosis o Patty le deje, no lo sé: no tenemos plan «b» para Bruce, maldita sea.

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