Hoy se cierran los actos de homenaje al insigne intelectual y humanista Rafael Altamira en la ciudad de Alicante, aunque continuarán hasta finales de junio en el vecino pueblo de El Campello. Para los descendientes de Altamira, la ejemplar colaboración de diferentes instituciones de la ciudad (Ayuntamiento de Alicante, IAC Juan Gil-Albert, Universidad de Alicante e IES Jorge Juan) en la programación de los actos honra la figura de nuestro antepasado, que siempre promovió el diálogo pacífico y el entendimiento en beneficio del bien común, por encima de diferencias ideológicas. No en vano, Rafael Altamira fue siempre una figura respetada por políticos de derechas e izquierdas, monárquicos y republicanos. Para el acto simbólico de clausura del 150 aniversario de su nacimiento, el Ayuntamiento de Alicante procederá a descubrir una nueva placa conmemorativa en la fachada del número 2 de la céntrica calle Cienfuegos, en el lugar donde estuvo la casa natal del homenajeado. En 1966, ya se colocó una placa en cerámica que por desgracia se perdió tras el derribo del edificio original. A los dos años de edad, Rafael Altamira dejó esta primera residencia en Cienfuegos para trasladarse con su familia a un piso en el número 5 de la cercana calle de San Pascual, enfrente del claustro de la Concatedral de San Nicolás de Bari.

Los primeros recuerdos infantiles de Altamira, relatados en una conferencia en el Ateneo de Alicante en 1925, fueron la llegada a la ciudad de Amadeo de Saboya, «el rey caballeroso y digno que prefirió abdicar a prestarse a vergonzosas combinaciones políticas y a engañar al pueblo», y la proclamación de la I República en 1873, que el historiador y jurista vivió de la siguiente manera: «Una vieja criada, que murió luego en mi casa, como un individuo de la familia, vuelve un día de la calle diciendo que no sabía cómo fue ni se lo explicaba bien, pero un conocido y popular cojo de la plaza, al enterarse de la proclamación de la República, fue tal la emoción que sufrió, que tiró las muletas y comenzó a andar y a saltar de gusto. Y esta fe en el ideal tan grande, que llega a producir estos portentos, no la he olvidado nunca».

De su padre, José Altamira, militar de carrera, Rafael recibió una lección de liberalismo y democracia, pero sobre todo de humanidad. Con él, acudía cada domingo a visitar a pobres y enfermos de la ciudad. De su madre, Rafaela Crevea, el Diario de Alicante decía en 1909 que «tenía un talento natural tan enorme que, aún hoy en día, los viejos que la recuerdan se hacen leguas de su clarísima inteligencia y de la finura y exquisitez de su trato». Rafael Altamira realizó sus primeros estudios en el colegio Politécnico San José, que tuvo su sede en la calle Gravina y después en la de Bailén. En este centro, tuvo como profesores a su propio padre, maestro de música, a Antonio Sánchez Alcaraz, Blas de Loma Corradi, Manuel y José Antonio Chápuli, Manuel y José Ausó, Cristóbal Pacheco y Emilio Senante. En clase, compartió aula con su gran amigo Paco Martínez Yagüe -después conocido periodista- y con dos futuras figuras alicantinas del teatro español, Carlos Arniches y Joaquín Dicenta, con los que formaba sociedades literarias y representaba obras dramáticas. Joaquín era impetuoso y resuelto, Altamira sosegado y estudioso y Carlos soñador y aventurero. Desde muy niño, Rafael Altamira mostró una precoz madurez y una asombrosa capacidad intelectual: a los 12 años, ofreció una conferencia pública sobre Idea general de la cultura griega en el salón de actos de su colegio que mereció el siguiente comentario reproducido en el diario El Graduador (7-III-1878): «Nosotros, al verle tan niño, creímos con fundamento que íbamos a escuchar a un infantil orador, y no nos explicamos fácilmente, después de haberle oído con especial gusto, de dónde aquella simpática criatura ha podido agenciarse, o por mejor decir, apropiarse, la gravedad, el aplomo y la desenvoltura de acción que no creemos pecar de exagerados si decimos que le son peculiares».

En esta época, Altamira inició la publicación de una revista manuscrita, La Ilustración Alicantina, en la que incluía sus relatos y artículos sobre arte y política. A los 15 años, debutó como escritor en la revista La Antorcha, gracias a la ayuda de Bernardo Samper. Por entonces, completó sus estudios de Bachillerato en el Instituto Provincial de Alicante, sito en el edificio de La Asegurada, y marchó a Valencia para iniciar la carrera de Derecho. Allí, entabló estrecha amistad con Vicente Blasco Ibáñez, con el que compartía ideas políticas y aficiones literarias. Ambos acaudillaron a los estudiantes liberales y redactaron una novela de aventuras que no llegaron a terminar, Gazul el guerrillero. Por medio de Blasco Ibáñez, Altamira conoció también a Joaquín Sorolla, que le realizó su primer retrato al óleo, cuando terminó los estudios. De Valencia, Rafael Altamira pasó a Madrid y después a Oviedo, iniciando su brillante carrera profesional. Desde entonces, sólo regresó a Alicante en vacaciones, si exceptuamos la multitudinaria recepción pública que se le tributó en la primavera de 1910 tras su viaje por toda América. En estas visitas a su tierra natal, el sabio alicantino se hospedaba en la última casa de su familia en la ciudad, situada en el número 10 de la calle San Fernando, o en la finca Ca Terol de El Campello, derruida hace varias décadas.

A pesar de su alejamiento físico desde 1882, Altamira nunca olvidó su ciudad natal ni su terreta. Como mencionaba en el prólogo de su libro Fantasías y recuerdos, ilustrado por su amigo Vicente Bañuls, «hay cosas indestructibles en el espíritu, y una de ellas es, en el mío, el amor a la ciudad en que nací y a la huerta alicantina en que se espigó mi adolescencia y pasó sus ensueños románticos».