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Bartolomé Pérez Gálvez

Dar alas a la creatividad

Ken Robinson es uno de los grandes referentes del mundo de la enseñanza. Leí sobre él hace ya algunos años, cuando los profanos empezamos a conocerlo por sus propuestas de cambio educativo. Despertó conciencias -o, al menos, lo intentó- afirmando que la escuela mata la creatividad. La suya es una de esas teorías consideradas «dignas de difundir» en las múltiples conferencias organizadas por esa acertada iniciativa mundial denominada TED (Tecnología, Entretenimiento, Diseño). Para hacerse una idea de la influencia de este reconocido educador británico, basta con echar un vistazo a sus vídeos en internet. Su número de seguidores supera con creces al de otros genios como Steve Jobs o Stephen Hawking, con más de 40 millones de visionados en su principal TED Talk. Es evidente que su voz cuenta.

Entiendan el concepto de creatividad más allá de lo artístico, como un instrumento para transformar cualquier ámbito de la realidad. Lo de matarla son palabras mayores, pero no hay quien le quite la razón a Sir Robinson. Por más que se modifiquen las leyes, el modelo educativo es lampedusiano por naturaleza. Ya saben, cambiar todo para que nada cambie. El tiempo pasa y los objetivos siguen siendo los mismos: aprender por aprender. Atracones compulsivos de conceptos que no siempre serán los más necesarios para quien los engulle ¿O alguien sabe qué conocimientos precisarán, el día de mañana, los estudiantes de hoy? Claro que no.

El modelo educativo rebosa información pero, con demasiada frecuencia, se acaba reduciendo a la mínima expresión de una powerpoint. Definiciones e ideas que muchas veces los estudiantes perciben inconexas y asumen sin encontrarles aplicación o utilidad; aunque seguro que la tienen. Hay que ayudarles a razonar e integrar esos enunciados en su conocimiento individual. Obviamos que transmitir conceptos no es suficiente, porque cuando la información es incomprensible para quien la adquiere, no conduce al aprendizaje. No pasa de ser la simple memorización de unos contenidos exigidos por el plan de estudios vigente. Nada más superar el examen correspondiente, todo lo supuestamente aprendido acabará por ser olvidado.

La enseñanza -como su resultado esperado, el aprendizaje- es un ejemplo más de entrenamiento, fundamentalmente intelectual. Eso sí, un tanto desequilibrado por cuanto no aprovecha toda la potencialidad del ser humano. Apenas comprometemos a una pequeña parte del cerebro -la relacionada con la memoria-, dejando al libre albedrío de la evolución el desarrollo de aquella en la que radica la creatividad. Y, como advertía Lamarck, el uso hace al órgano tanto como su abandono acaba por atrofiarlo. No ejercitando estas funciones superiores, involucionamos y perdemos la capacidad de reflexionar, de crear, de inventar, de producir ideas y desarrollar pensamientos en base a la información, a los conceptos adquiridos. Efectivamente, así se acaba matando la creatividad.

Preocupa el abandono del talento propio del individuo, de sus competencias reflexivas y su habilidad para generar innovación. Lo cierto es que podemos sobrevivir dignamente con menos conocimientos. En cambio, si no cultivamos la creatividad difícilmente podremos seguir avanzando. Fomentarla debería de ser un objetivo prioritario del sistema educativo y no una actividad secundaria o, en el peor de los casos, mera anécdota. El inmovilismo pesa como una losa y continuamos limitándonos a progresar en una secuencia lineal de niveles académicos. Para muchos el objetivo es alcanzar un grado universitario o, en su defecto, cualquier otro certificado. Convertimos la obtención de un título en una necesidad básica para nuestra existencia.

Hasta la fecha, los distintos modelos educativos que hemos conocido no han fomentado las actitudes y capacidades que nos habilitan para convivir. Peor aún, han llegado a entender como negativas algunas de ellas. Un ejemplo: nada de malo hay en improvisar, aceptar riesgos y perder el miedo a equivocarse. Y desde luego, todavía menos si se hace en la infancia y en la adolescencia. Sin errores no hay aprendizaje, sin impulsos, muchas ideas no llegan a materializarse. Ya habrá tiempo, a lo largo de la existencia, para adoptar conductas más conservadoras. Sin embargo, desde bien pequeños se nos inculca la idea de que, por humano que sea, errar es malo. Reservemos la consabida máxima de failure is not an option para los astronautas de la NASA y aceptemos que, por el contrario, el fracaso siempre puede ser una opción. De los errores se aprende. Quien se niega el derecho a fallar pierde la capacidad de una autocrítica constructiva ¡Y estamos tan necesitados de ella!

Den un salto al futuro hasta que el estudiante se convierte en profesional. Imaginen un médico con un dominio envidiable de los manuales al uso. En medicina es aconsejable ceñirse a los protocolos e innovar poco en lo cotidiano. Al fin y al cabo, son vidas lo que está en juego y el margen de error asumible debe de ser el mínimo. Aún así, la creatividad es necesaria porque modificar la realidad obliga a recurrir a ella ¿Preferimos médicos que reciten de carrerilla un libro o, por el contrario, aquellos con capacidad de análisis y de adoptar decisiones creativas, cuando surge la duda o no hay guía que indique por dónde seguir? Por supuesto, desearemos que reúnan ambas condiciones puesto que no son incompatibles entre sí. Su formación asegura, con mayor o menor éxito, que disponen de conocimientos técnicos. Ahora bien ¿cómo exigirles creatividad, cuando ésta ha ido desapareciendo a lo largo del proceso educativo?

Parece que Robinson tiene razón y algo habrá que hacer para solucionarlo. Y no sólo en la educación, sino en todos los aspectos de nuestra existencia. Vale la pena dar alas a la creatividad. Nos hace falta.

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