Fuimos millones los españoles que votábamos por primera vez. Intento recordar que en nuestra juventud no impedía que pensáramos lo que sería lo mejor para España, no para para unos cuantos, sino para todos. Madrid era un hervidero de disparidad ideológica. La campaña era ilusionante para cada uno de los partidos partícipes. Había una cosa en común: unidad dentro y fuera de los partidos de diferentes tendencias. No obstante, con la experiencia vivida por nuestros padres, de una crueldad absoluta como supone una guerra civil, nos aconsejaron que votáramos con moderación. Nada de extremos, nos decían. Y así lo hicimos.

Pasó el tiempo. En cierta ocasión, en La Coruña, pude ver a través de los cristales de un autobús de campaña, a un Adolfo Suárez cansado, serio y triste, reposando su cabeza sobre el respaldo del asiento. Ahí va Adolfo Suárez, dije. Y perdieron las elecciones.

El Partido Socialista Obrero Español, con Felipe González al frente, ganó por gran mayoría. Y se pusieron a trabajar con una oposición floja, carca y retrógrada que aún añoraba tiempos mejores. Pero también nacían nuevos aspirantes a políticos que tenían que luchar por incorporarse a un partido conservador, debatiendo con la residual franquista.

En un principio el gobierno socialista fue desconcertante para algunos por la estigmatización con la que crecimos de todo lo que olía a izquierda. Ganadas las elecciones, los españoles fuimos conociendo y viviendo bajo el paraguas del Partido Socialista durante varias legislaturas. Se hicieron cosas muy buenas. Era una izquierda moderada con una hoja de ruta trabajada durante décadas desde la clandestinidad. Se formó una dualidad entre González y Guerra, la cara amable y el cascarrabias. Algo parecido a lo que quieren mostrarnos Iglesias y Errejón, pero les falta estilo y «clase», por no decir «casta» política, lo quieran o no.

Se construyó una España diferente. La libertad se hizo presencia y esencia. Las instituciones fueron mejorando. Los ministros sabían muy bien cuál era su trabajo. La oposición hacía su trabajo hasta que la corrupción se hizo carne en el PSOE y necesariamente hubo un cambio de gobierno. Después de los últimos acontecimientos, más parecido a un 23F que a un debate interno del PSOE, porque afecta a todos los españoles, ahora nos preguntamos dónde está aquel Partido Socialista Obrero Español. Por qué la savia centenaria que ha corrido por sus venas se desmorona por intentar dar paso a la conjunción de unas coaliciones que parecen actuar más como anarquistas individualistas que como partidos demócratas. Por qué Sánchez ha estado jugando a gobernar con partidos noveles. Trataría de que éstos renunciaran de sus intenciones de apoyar un referéndum o pactar para que, después de dos años de gobierno, abordaran el referéndum de Cataluña.

Da la sensación de que se está permitiendo una posición de total oposición al Estado español y a sus instituciones. Una forma de rebeldía en contra de todo lo que rige la Constitución. Faure, filósofo y anarquista francés lanzó: «Cualquiera que niegue la autoridad y luche contra ella es un anarquista». No es necesario poner bombas. Los hechos y palabras que se están utilizando como cargas de profundidad contra nuestro sistema democrático han tenido que estallar por su propio peso.

Una solución para el PSOE sería rescatar a aquellos hombres (los críticos) que se pusieron sobre la línea de la generosidad para construir una Constitución haciendo una España de reconciliación, de unidad y de todo el pueblo español. Renunciar a una parte de la experiencia de aquellos que ostentaron cargos de alta responsabilidad, no supondría una gerontocracia al cien por cien, sería una guía para que los más jóvenes comprendieran que para gobernar no se puede tirar por la borda una democracia. Y el Partido Popular ha de estar a la altura y tenderles la mano para que esto no ocurra.