El Diccionario Oxford ha seleccionado «posverdad» como Palabra del Año, y la define así: «Relativa a circunstancias en que los hechos objetivos influyen menos en la formación de la opinión pública que las apelaciones a la emoción y a la creencia personal». Alude este término a la situación política estadounidense, donde el presidente recién electo ha cimentado su campaña electoral a base de mentiras y promesas irrealizables. Y aun así, claman ofendidos los teóricos posmodernos, ha llegado a la Casa Blanca.

Olvidan los acuñadores de fenómenos inéditos que, desde que existe la televisión, las veleidades emocionales de los votantes esencia de la denominada «posverdad» son capaces de tumbar carreras presidenciales contra todo pronóstico; por ejemplo, al decantarse por un candidato joven, apuesto y maquillado frente a otro más maduro, pero sudoroso, en un debate televisado.

La «posverdad» no explica, además, otras grandes sorpresas políticas de este año, todas en forma de referéndum: la salida del Reino Unido de la Unión Europea, el fracaso del proceso de paz en Colombia y el vapuleo a la propuesta de Renzi para modificar la Constitución italiana.

Algunos intelectuales conservadores sostienen que el pensamiento de la derecha tradicional, tradicionalmente acomplejada, comienza a desperezarse en Estados Unidos y en Europa tras décadas de ternurismo que han propiciado que a Occidente lleguen bombas que antes sólo estallaban tras la pantalla protectora de nuestros televisores.

Ese resurgimiento de lo reaccionario, sin embargo, no se corresponde con el auge paralelo de los partidos de izquierda popular en los países del Mediterráneo, que, a todas luces, refrenda los movimientos de norte contra sur de todas las épocas.

Populismo de derechas, titulan los medios de comunicación, abusando de nuestro sentido común. Exacerbación nacionalista ante la avalancha migratoria y rechazo a las élites pesebristas tendrían más lógica. Explicarían al menos el Brexit, el éxito de Trump y la ola reaccionaria del Viejo Continente, pero deja fuera cualquier aclaración sobre lo sucedido en Colombia y en Italia.

Otro término, importado del inglés, ha adquirido fortuna: «spoiler», que apunta a aquella información delicada que destripa el desarrollo de una obra de ficción, ya sea una película, una novela o una serie televisiva. Quizá «spoiler» (o «destripamiento») encierre en sí más enjundia de la esperada.

Con los años nos hemos acostumbrado al estímulo frecuente. Aturdidos por el exceso de trabajo, nos obligamos, como compensación, a llenar de planes nuestro tiempo libre, y así consumimos necesidades inútiles para combatir nuestra ansiedad; buscamos tener experiencias, mejor cuanto mayor sea su número, y pedimos que además sean exclusivas y originales; necesitamos ser auténticos, crearnos una personalidad diferenciada, pero sin salirnos del redil de reafirmación en el entorno; y publicamos nuestras fotografías en las redes sociales como coartada de una modélica vida hiperactiva.

Esta tensión adictiva de vivir la vida como una novedad constante se parece mucho al mecanismo de fidelización de los culebrones. La actual Edad de Oro de la televisión tiende a convertir las series en artefactos tremendistas en los que cada capítulo deja al espectador al borde del precipicio, literalmente. No es casualidad, pues, que las series hayan invadido nuestro tiempo de ocio. Tampoco es un fenómeno nuevo: en el siglo XIX los barcos forzaban cruzarse en mitad del océano sólo para enterarse de la edición semanal del folletín de moda.

La novedad estriba en que, sólo en Estados Unidos, se producen casi 500 series distintas al año. Y que hay mercado para asimilarlas. Engullimos las series que todo el mundo ve para luego poder hablar de ello en sociedad otra vez la voluntad de pertenencia al grupo y evitar así otro de los miedos de nuestros días: que nos destripen lo sucedido en el último episodio que no hemos tenido tiempo de ver.

No queremos saberlo, eludimos conversaciones con amigos y familiares, nos tapamos los oídos y evitamos webs que pudieran suministrar la más mínima información para, una vez en casa, poder asistir, vírgenes nuestros sentidos anhelantes de adrenalina, al infarto semanal de su trama.

Lo preocupante sería que, en efecto, esta búsqueda sistematizada de la sorpresa, del vuelco de los acontecimientos, dirigiera nuestra mano a la hora de depositar un sobre en una urna para decidir entre un final predecible o uno que satisfaga nuestras ansias de escándalo.