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Juan R. Gil

Doblan por todos

Decir que cuando un medio de comunicación desaparece el espacio de libertades se achica es un tópico. Lo mismo que señalar que una Redacción cerrada supone una herida abierta en las que aún funcionan. O que son los derechos de los ciudadanos los que a la postre pierden. Escribir todo eso es llenar el texto de lugares comunes, sí. Pero lo son porque se ganaron el derecho de serlo; es decir, porque son verdades que no por repetirse son menos ciertas. Y les confieso que, siendo eso así, nunca como ayer he sentido tan de cerca el puyazo que esas frases hechas representan.

El diario La Verdad no estará hoy en los quioscos de Alicante. Tampoco podrán encontrar su reflejo en internet. Aunque empecé mi carrera en un semanario comarcal -Canfali- y pasé también por la agencia Efe, solo ha habido dos periódicos en mi vida: INFORMACIÓN, en el que trabajo desde hace casi treinta años, y La Verdad, que siempre estuvo enfrente, que puso en marcha su edición para Alicante el mismo año en que nací y que hoy ya no estará encima de mi mesa cuando me incorpore al despacho. Su grupo empresarial, incapaz de sostener por más tiempo la caida de ventas y publicidad, optó este lunes por poner punto final a una historia que empezó en 1963 y que a lo largo de estas décadas fue escrita por algunos de los mejores periodistas que ha dado Alicante y, desde luego, por profesionales que hasta el último momento han sabido demostrar una valía y una entrega digna de reconocimiento.

La desaparición de la edición alicantina de La Verdad merece que todos hagamos una reflexión: los periodistas, por supuesto, que hemos hecho y seguimos haciendo muchas cosas mal; las empresas editoras, que también han cometido importantes errores. Pero sobre todo la ciudadanía misma, y en especial la española, que no parece tener claro el valor insustituible que una información rigurosa y contrastada, plural e independiente, tiene para la libertad, la convivencia y el desarrollo. Los extremismos se alimentan de la ignorancia y crecen hasta imponerse cuando verdad y mentira tienen la misma consideración. Por eso, parafraseando los versos de aquel poeta inglés que precisamente un periodista, Ernest Hemingway, hizo inmortales, las campanas no doblan hoy por una cabecera, sino por una sociedad capaz de pagar por una cerveza lo que no está dispuesta a pagar por un periódico.

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