La violencia sólo engendra violencia, según el viejo dicho español. En nuestra sociedad vivimos al borde de la barbarie violenta, menos mal que no tanto como en Venezuela, con el lamentable golpe de estado de esta semana, que a todo hay quien gane y en esto no vamos a ponernos a competir, digo yo. Por cierto, que me descubrí ayer asintiendo a lo que decía por la radio Alberto Ruiz-Gallardón, con el que no simpatizo especialmente, uno de los defensores del preso político venezolano Leopoldo López, cuando reclamaba una respuesta contundente de nuestro país. No podemos estarnos callados ante esta injusta situación, porque nadie está en posesión de la verdad como para pretender arrogarse la representación de todo un pueblo.

La violencia se ha ido apoderando de nosotros. Las prisas, el estilo de vida que llevamos, las dudas acerca del futuro, los malos ejemplos y la crisis han ido imponiendo gradualmente una forma de relacionarnos dura, áspera y en muchos casos abiertamente violenta. La cordialidad parece que haya pasado a mejor vida, y muchas personas se olvidan hasta de sonreír, de tener gestos educados, de respetar a los demás. Pablo Iglesias, diciendo que se la suda en el Congreso, dio un ejemplo bochornoso y maleducado, de los que fomenta la violencia en las relaciones personales. Pero no sólo Iglesias da vergüenza cuando hace estas cosas, hay más gente por ahí que también. Hace unos días asistí a un partido de baloncesto de mi hijo mayor y me quedé alucinada al ver la irritación, los insultos y malos modos de los padres del equipo contrario, a los que por suerte el entrenador y los padres de nuestro equipo respondieron con templanza y sin entrar al trapo. De no haber sido así, podríamos haber llegado incluso a las manos. Y me pregunto por qué son así las cosas, por qué estamos tan alterados como para insultar a chavales de quince años que solo quieren hacer deporte. Es bueno que nos demos cuenta de que andamos un poco desquiciados para recuperar el equilibrio.