Hay gente defensora de los alimentos transgénicos (organismos modificados genéticamente que no se producen de forma natural) que un día despotrican de Greenpeace, o de su nueva directora dudando de si la misma acabó sus estudios, que otro se sienten como el jefe de servicio de un centro de transfusiones sanguíneas hablando con testigos de Jehová. Cualquier día, ya verán, se sacarán del bolsillo una planta de esas características, una patata por ejemplo, y para demostrar que es inocua se la comerán en público. Estos individuos son, digamos, como la caspa: cuando parece que ya no está, reaparece y te jode el día.

Hace poco un tal Mulet Salort, alias el agente Smith, reapareció en las páginas de este periódico regalándonos una entrevista llena de increíble sentido de humor transgénico. Aprovechando su buen rollito neoliberal, que no sé si todavía sigue financiado por la BASF (empresa química líder mundial de alta penetración en nuestro país y que ha «colaborado» en más de una investigación realizada por él mismo) desgrana, entre otras lindezas sobre los productos y la alimentación ecológica, una serie de opiniones malfundadas y malencaradas que nos descubren a un sujeto nutricionalmente perdido.

Y eso que el tal agente Smith es profesor de Biotecnología de la Universidad Politécnica de Valencia. Profesor, como yo, y opositor a una dosis de anticaspa, que, afirma que los que defendemos lo contrario somos unos pijos. Sé que incluso desde África le han mandado cartas identificándole como perteneciente a una red de internautas que como caballo de Troya intentan introducir sus ideas afianzadas entre la ciencia testicular y los conflictos de interés. Además, lo está haciendo con muy mal gusto, desprestigiando al que atenta contra su forma sesgada de entender el mundo y sus epifanías tipo «mecanismo de botijo», y aprovechando la repercusión que le dan algunos canales de divulgación para vomitar su gran falta de conocimiento político, social, económico, ecológico y medioambiental.

Mulet, al que me encuentro intentando vender su nuevo libro con la misma frecuencia que Montoro dijo que no subirían los impuestos, concede entrevistas churrescas arremetiendo contra la alimentación natural y los productos ecológicos y demás fantasmas configuradores de su propio ego, sobre todo si estos pasan por caja, y defendiendo los dispositivos que utilizan determinadas radiaciones electromagnéticas -ya demostradas perniciosas para la salud- y una tecnología en la que hay que creer a pie juntillas por obra y gracia de su fe. Lo que no sabemos es si es más de la Duquesa de Alba o de su peluquero.

En definitiva, un maestro de la asociación rápida de ideas, que se presenta a favor de los transgénicos cuando ya en toda Europa -España siempre es diferente- se tiende a lo contrario. Algo hay que hacer cuando el panorama para los gigantes transgénicos -con Monsanto a la cabeza- empieza a ser desolador en toda Europa y resto de continentes al comprobarse que un número elevado de investigaciones demuestran los graves daños producidos por la manipulación genética de alimentos impulsando a productores y consumidores de todo el mundo a rechazarlos. Y a numerosos gobiernos a prohibirlos: Francia Alemania, Austria, Hungría; Grecia, Italia, Polonia Bulgaria, Luxemburgo, Japón, Rusia. Mientras, en España, se permite no solo extender cada vez más las hectáreas plantadas, sino hasta experimentar con ellos. Vomitivo.

Ya dije en su día -no es la primera vez que escribo sobre él- que Smith me obliga a sospechar cierta rivalidad entre sus planteamientos y, por ejemplo, los de María Dolores Raigón, catedrática de la Escuela Técnica Superior Agronómica y del Medio Natural ¡de la misma Universidad Politécnica de Valencia!, que ha demostrado, a través de sus investigaciones, todo lo contrario ¿se los habrá leído? ¿Estará al tanto, entre tanta caza de marcianos, del desastre ecológico provocado por las semillas transgénicas contaminando miles de especies y variedades vegetales? ¿Sabe lo que pasa en la India? ¿Realmente necesitamos de tanta tecnología sucia e interesada para producir alimentos? ¿Cabría interponer el principio de precaución hasta que se demostrasen realmente inocuos? ¿Quién está detrás de todo esto?

Aquella canción interminable -la del pirata es este caso- que nos habla de las pocas diferencias nutricionales entre los productos convencionales y los ecológicos y del poco impacto que estos últimos tienen sobre la salud no es más que un sesgo de interpretación que intenta evitar el poco tiempo que duran sus investigaciones, la disponibilidad del fondo de investigación o el apremio en cuanto a la publicación forzada. Y por otro obviar intencionadamente la presencia ubicua en los alimentos convencionales de aditivos sintéticos, pesticidas y otros fitosanitarios, de hormonas y de antibióticos relegando aquellos estudios que demuestran su implicación en la infertilidad, la obesidad, las malformaciones físicas y neurológicas en fetos, la diabetes, ciertas enfermedades degenerativas, algunos cánceres y muchos otros problemas metabólicos. Cada vez más presentes: como la caspa.