Empieza un nuevo año y se renuevan los deseos. Aprender inglés, ir al gimnasio o dejar de fumar son los clásicos. Yo, que hice bachillerato de francés, que jamás he ido al gimnasio o practicado «punching-ball», y que ya le pongo los cuernos al ducados con otro electrónico, ambiciono para este año ser un gran demagogo al estilo de esos ministros que, en nuestro aconfesional país, aderezan sus políticas de credos propios orquestados por su Santa Madre Iglesia.

Gallardón, por ejemplo, dice, para acallar hasta las voces discrepantes de su partido en torno a su nueva ley sobre el aborto, que tendría un hijo con malformaciones. Y con gran demagogia -de tenerlo, lo tendría, pero no lo tiene- carga sobre la espalda de las mujeres el peso de sus creencias.

Sin embargo, mi demagogia es más agnóstica. La deseo, más que a él sus cejas, y no veo por qué no usarla ahora que, por tan extendida y eficaz, lo mismo la utiliza Alain Afflelou para vendernos tres gafas que Rajoy para, simplemente, vendernos. Por el mismo precio ambos han hecho que el padre, la madre y el abuelo lo vean todo más claro.

Parece de chiste, vivimos en España, que la única promesa que han cumplido de aquel programa político con el que ganaron las elecciones esté relacionada con la libertad de ser madre que tienen las mujeres y que encima haya sido «el verso suelto del PP» cual Gremlin político mojado cuando antaño se mostraba seco, quien lo haya hecho a través de una ley del aborto que fulmina la de plazos anterior y que, basada en supuestos, contempla la obligación para las mujeres hasta de tener un hijo malformado. Y si esto me parece grave, más, por recalcitrante, me parece la pérdida de autonomía moral de las mismas y su correspondiente traslación a otros agentes, supuestamente investidos de una «moral superior», convertidos en expertos del sufrimiento ajeno ya que las causas de la decisión de abortar deben ser corroboradas por dos médicos distintos más el que debe realizar el aborto. Debe pensar Gallardón que las mujeres son todas secuelas de la estirpe de la Eva primigenia, y por ello incapaces y débiles para decidir por sí mismas. Espero que muchos de mis colegas alcen su voz y, por su compromiso de conciencia con ellas, terminen en la cárcel si hace falta.

Este es el trasfondo de la política antiabortista de Gallardón. Eso es lo que reptaba en sus genes políticos mientras intentaba, hace tiempo, demostrársenos campechano, cosmopolita e igualitario, hasta repartiendo píldoras anticonceptivas postcoitales para, ahora, tras la transfiguración que le ha supuesto su ministerio, derramar sobre ellas su apostólica ideología. Así escudándose en el inexistente papel de víctima que atribuye a la mujer que ha decidido abortar, firma y rubrica su pensamiento sexista de base cristiana distinguiéndose por una doble actitud respecto de las mismas. Por un lado rotulándolas con un fuerte sentimiento de culpa intentando concienciarles de que el resultado de su debilidades carnales son propias de una condición que les inhabilita para decidir sobre su maternidad y su propio cuerpo, y por el otro, a través de la conciencia del pecado, ofrecerles una vía de redención tanto como de sumisión a la autoridad, política o médica, que debe dictaminar sobre sus acciones, su futuro y de cómo deben vivirlo.

No se entiende de otra forma. Detrás de su demagogia aparecen aquellos sentimientos beatos que todavía están asentados en la moral de parte de la ciudadanía española, que, si bien es capaz de comulgar libremente con lo que Dios manda, a través de Rouco y de toda la patulea estreñida que conforma su Conferencia Episcopal, es capaz también de generar una extraña relación sadomasoquista contra los que ni siquiera circulan por tal credo ni por el cristo que lo fundó. Resulta hilarante, una vez ojeada someramente su historia, que sea la Iglesia la que reivindique el don de la vida de forma definitiva e inviolable olvidando que sus dogmas siempre han estado envenados de muerte. Institución que siempre ha necesitado enemigos y hace tiempo lo encontró, también, entre las carnes y curvas de la mujer. De tal forma sexista, calenturienta y pajillera dictaminaron que ellos eran los elegidos mientras que ellas eran demonizadas como inmorales o malvadas.

Gallardón, arrodillado ante tal historia, es a la Iglesia lo que aquel gran médico egipcio de la antigüedad, llamado Iri, al culo. Este ostentaba la pomposa titulación de «Gran Guardián Real del ano» teniendo la importantísima tarea de cuidar de los orificios anales de sus superiores dejando a los del resto de mortales al albur de numerosas maniobras dolorosas impuestas por aquellos. Lo mismo me voy al gimnasio, o vuelvo a fumar. Por demagogia pura.