Un reciente estudio de la ONG Oxfam Intermón sobre la desigualdad económica ha reavivado un viejo debate. El titular del que casi todos los medios de nuestro país se hicieron eco era que las 20 personas más ricas de España poseen una fortuna similar al 20% más pobre de la población. No obstante, el titular resulta tan inquietante como confuso. El estudio comparaba el patrimonio de unos con los ingresos de otros. Y éste no era el único problema del estudio. Y en la cuestión de la desigualdad debe andarse con especial tiento para no mezclar datos con ideología.

En 2009, los británicos R. G. Wilkinson y K. Pickett publicaron la obra The Spirit Level: Why More Equal Societies Almost Always Do Better. La tesis principal era, como su nombre indica, que los países con mayor desigualdad económica tenían más problemas sociales y de salud pública que los países más igualitarios. La tesis también quedaba presuntamente demostrada dentro de un mismo Estado: los Estados más igualitarios de EE UU lucían menos problemas de los citados que los Estados con mayor desigualdad. La izquierda aplaudió el libro hasta el punto de afirmar que era la demostración científica de la tesis socialdemócrata. Hubo también quien habló de «un momento Eureka» para la izquierda y el libro fue citado en el parlamento británico. El mismo primer ministro británico, David Cameron, dio por sentado que se había ratificado que los países más igualitarios puntúan mejor en virtualmente todo indicador de calidad de vida.

Sin embargo, no pasaría mucho tiempo antes de que diversos autores señalaran los problemas del estudio. Destacó un libro de bíblico título, Beware of False Prophets (Cuidado con los Falsos Profetas), de Peter Saunders. Saunders señalaba que el primer problema lo suponía ya la selección misma de países analizados. Se dejaba fuera a países con considerable igualdad económica pero graves problemas sociales (República Checa) y países con considerable desigualdad pero con buenos indicadores de bienestar (Corea del Sur). Se dejaba fuera, en definitiva, los países que refutarían la tesis. Otro problema era la selección de los indicadores para medir la conflictividad social. Se analiza, por ejemplo, el consumo de drogas pero no de alcohol, la población reclusa pero no la tasa de delitos, la tasa de homicidios pero no de suicidios, la ayuda pública a los países pobres pero no la caridad privada, la confianza en el vecino pero no la pertenencia a organizaciones. Resulta que los países muy igualitarios, como los nórdicos, poseen tasas muy elevadas de alcoholismo, criminalidad o suicidios, y países muy desiguales, como EE UU, puntúan muy alto en la ayuda privada enviada al Tercer Mundo o en la organización voluntaria. Si se hubieran adoptado los segundos puntos de análisis mencionados en vez de los primeros, el resultado habría sido justamente el contrario del que se defiende: los países más igualitarios poseen mayores problemas sanitarios y sociales que los más desiguales. El problema es que estas conclusiones no ocupan nunca los titulares. Los titulares parecen reservados a conclusiones más estridentes, en la línea de Oxfam Intermón.

Dejando aparte el análisis empírico, la cuestión filosófica es: ¿qué hay de malo en la desigualdad? Se debe tener en cuenta que los llamados derechos sociales (como educación y sanidad) son derechos que, al contrario que los clásicos derechos civiles, cuestan dinero. Las escuelas y los hospitales públicos se sufragan con la riqueza generada por la gente. Por tanto, si estos derechos sociales están disminuyendo mientras la desigualdad crece, bien se puede pensar que la estructura fiscal del país resulta injusta. Si quienes más están ganando pagaran más, los derechos sociales permanecerían intactos. La desigualdad refleja, pues, el descuido de estos derechos. El razonamiento parece impecable. No obstante, el problema, entonces, no es la desigualdad por sí, si no que muchos ciudadanos ven erosionarse sus derechos sociales. Es decir: si el país asegurara un nivel de vida extraordinario a todos sus ciudadanos, ¿dónde estaría el problema de la desigualdad?

Continuamos pensando en la desigualdad en términos de acaparamiento. Si alguien se apodera del único pozo del desierto, los demás moriremos de sed. Pero la riqueza de nuestras sociedades no es como el pozo del desierto; la riqueza se crea: todos pueden ser más ricos a la vez. De hecho, es lo que suele suceder cuando un país crece.

Pregúntese si viviría usted como un problema el que se comprara una lujosa casa en su playa favorita y su vecina se comprara dos en la del gusto de ella. ¿Sería, acaso, mejor que ninguno se comprara ninguna para mantener la igualdad? Hay quienes defienden algo parecido a esto último, hablando del «estrés» que causa la desigualdad. Estrés, francamente, parece aquí una forma elegante de referirse a la envidia. Y la envidia no constituye un problema social; constituye -aparte de un pecado- un indeseable rasgo del carácter.