El primer impulso del artista auténtico no es el de vender su arte a su entorno inmediato, ni a la Posteridad, sino el de la búsqueda interior. Para ello indaga en el origen de la vida síquica: y si encuentra la propia y la ennoblece, también descubre la ajena, lo que le lleva a permanecer en el tiempo porque cada oyente, espectador, lector... se identifica en él. Este siquismo no es independiente del origen físico, sino que está determinado por el mismo. Y esto es lo que en primer lugar atrae de las obras de María Dolores Mulá expuestas ahora en la Lonja: su diseño de elementos fusiformes parece emular los paramecios, amebas, hojas, lascas talladas por nuestros ancestros cavernícolas, y otros corpúsculos del origen de la vida y de la Humanidad. A esa llamada al origen del Todo, que los griegos sintetizaron en los cuatro elementos naturales, y que a todos nos atañe, se suma la deserción del color, que aquí se refugia en lo esencial: la inocencia y pureza del blanco y sus tonos adyacentes, la ausencia de contaminación del mundo de la multitud y la apariencia, como en una primigenia metamorfosis hacia la luz. Igualmente, resulta llamativo la construcción de la obra acudiendo al algodón, la tierra como tintero natural del pincel y la exploración del hilado, el cosido, el telar.

No sé si María Dolores Mulá ha pretendido homenajear el noble arte de las hilaturas o simplemente ha canalizado su inspiración mediante él. Pero no parece solamente azarosa tal expresión, puesto que la rueca es algo así como el icono representativo del trabajo invisible de la mujer a lo largo de la Historia. En cualquier caso, esta exposición dignifica ese trabajo y ese oficio, sumándose a una tradición cuyo emblema -aunque Leonardo ya había pintado La virgen de la rueca- sería Las hilanderas, cuadro en el que Velázquez los inmortalizó. En música fueron Saint-Saëns y Dvorak quienes les rindieron homenaje en sus respectivas Rueca de Onfalia y La rueca de oro. Y algo similar ocurre con Margarita en la rueca, texto del Fausto de Goethe convertido en lied por Schubert. La rueca es, también, el título de un poema de Villaespesa. La presencia social de tal tarea no se detiene en los ambientes cultos: llega incluso a los cuentos populares, como muestran el de La bella durmiente o El enano saltarín. Y por citar algo próximo: Huso de eternidad es el título de un libro -recordatorio de su paso por las fábricas de Alcoy- de Pascual Pla y Beltrán, alicantino muerto en el exilio venezolano. En fin: el arte de la rueca y sus afines tiene un ilustre precedente en Penélope, tejedora del sueño que la liberaba del acoso de sus pretendientes mientras aguardaba el regreso de Ulises. Ahora viene una mujer a rescatar tal esfuerzo artesanal y convertirlo en arte propio y autónomo: como prolongación de su identidad, que es -y por eso a todos nos importa- la de tejer un yo que todos quisiéramos inocente y eterno.