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Francisco Esquivel

Tiene que llover

Francisco Esquivel

En los límites más dispares

El día que feneció Blesa me impresionó la muerte a primera hora de la mañana de una pareja en la playa virgen de Guardamar, situada en una parte de la desembocadura del Segura, con sus críos y un primo de éstos ajenos al drama en el camping donde solían pasar las vacaciones. Al igual que lo antinatural es que un hijo se vaya antes de hacerlo tú, tampoco es corriente que un matrimonio zozobre así. A las pocas horas, unos guardias civiles tuvieron que rescatar de perecer ahogados en Torrevieja a dos chavales de la misma edad de los que ya recibían atención psicológica unos cuantos kilómetros más arriba a la espera de la llegada de familiares. Lo natural son las chiquillladas; para lo otro es complicado estar prevenido.

Al no existir testigos, nada se sabe con certeza de lo que pudo ocurrirle a Sonia y a Juan Carlos. Al ser tan temprano, decidiendo lo que decidieran completamente solos e influido por lo que acababa de ocurrir en la finca cordobesa acondicionada para la caza, piensas «y si...». Pero en cuanto fueron conociéndose algunos trazos, no da la impresión ni de lejos que los tiros vayan por ahí. Al parecer se trataba de una pareja cercana, con muchas amistades, en la que él era un deportista nato, ciclista por más señas, amante de los animales, con una relación en la que según todos se querían con locura. De modo que probablemente y, antes de que la plebe se pusiera en marcha, decidieron disfrutar de una escapada para dejarse abrazar por el mar y llenarse de oxígeno ante la jornada en ciernes, agarrados a la bandera blanca de Battiato. Pero la que se agitaba era la roja. Está harto el litoral de ver a guardianes de la Cruz Roja blandir señales advirtiendo a los bañistas que no anda el horno para bollos. En la playa de Tusales los vigilantes son los que, por libre, se acercan dispuestos a hacerla suya sin atender a más razones, obnubilados por el instante, segundos antes de ser abducido por una resaca mortífera, tan alejada por los indicios de esa otra marea que nos sacude. La de la extenuante codicia.

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