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La cara

El sábado pasado viajé a Madrid. Fui al acto de presentación de las listas europeas de UPyD en el centro, donde también discurría en parte la llamada «Marcha por la dignidad». Por donde yo estuve se respiraba un ambiente tranquilo, casi festivo, plagado de gente con ganas de protestar pero de una manera pacífica, me atrevo a decir que lúdica. Tanto es así, que animé a mi marido y a mi hijo, que habían venido a acompañarme, a que se acercaran y nos fundimos con la manifestación parte del trayecto. Cuál sería mi sorpresa y mi indignación al enterarme, al día siguiente por los medios de comunicación, de que el terrorismo callejero de algunos violentos, unidos al hipócrita dispositivo instaurado para garantizar el orden, acabó convirtiendo algunas zonas de la ciudad en una ratonera para agentes policiales. Agentes, por cierto, de servicio, para garantizar mi seguridad, la de los restantes, indignados y en su mayoría pacíficos, manifestantes y la de mi marido y mi hijo.

Dicen las malas plumas que, ante la presencia de la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa (OSCE), algunos no quisieron mover a efectivos a zonas en las que se estaban produciendo graves incidentes violentos. Dicen también que incluso desoyeron llamadas de auxilio de los atacados por radicales. Y, dicen, ¡qué cosas!, que las órdenes fueron en todo momento que «no se utilizara ningún tipo de material antidisturbios». Ni ante puñaladas, ni ante adoquinazos, ni ante barras de hierro, ni ante petardos, ni ante golpes que sacaron piezas dentales, ni ante palos, ni ante nada. Digo yo, ¿querrían que se disuadiera con hipnosis o con poesía, que queda mejor

Pues no lo sé. Pero la cosa al parecer era no quedar mal ante los señores «importantes» de fuera. Y, si para ello, a los de dentro se les tenía que apalear€ pues mala suerte, oye. (Esto ya me suena). Al fin y al cabo, ¿a quién se estaba arreando? Pues a «maderos». Ya saben, esos que, aunque por muchos motivos estén tan hartos, o más, que los que se manifiestan, ni se quejan, ni protestan, ni van en listas electorales, ni montan plataformas ciudadanas, ni se acuerdan de los familiares de los políticos, ni son tertulianos de tele, ni escriben en prensa€ Por no tener, no tienen ni cuentas en Suiza. La mayoría son profesionales y obedientes y lo aguantan casi todo sin rechistar. Gente corriente, es más, buena gente corriente.

Hace algún tiempo que corre en la red un meme en el que Arturo Pérez Reverte hace una «tesis sobre las múltiples acepciones que damos a los atributos masculinos» (vaya, a los «cojones»). Con el permiso de Reverte, y para cerrar, me voy a referir yo también, con menos gracia, a varias expresiones que hacen alusión a una parte del cuerpo (eso sí, más noble): la cara.

«Salvar la cara» es lo que alevosamente algunos, con «cara de corcho» y que no la sacan pretendieron hacer. La actitud de unos indeseables violentos (a los que tenemos que rechazar contundentemente) unida a la falta de gallardía de otros (a los que tenemos que exigir también contundentemente responsabilidades) derivó en que a los agentes terminaran «partiéndoles la cara». Finalmente, «dar la cara», adoptar una posición comprometida y valiente con unos profesionales que estaban haciendo su trabajo, a la sazón un servicio público, es lo que los demócratas -seamos del signo que seamos- deberíamos hacer. Aunque suene para muchos en los tiempos que corren como políticamente incorrecto.

Porque, como reza un comunicado «el Estado de Derecho también lo tiene que ser para esos policías que tienen la misión y el deber de garantizarlo». Y, añado yo, que, al fin y al cabo, también son ciudadanos.

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