No es casualidad que en la actualidad los ciudadanos asocien urbanismo a corrupción. Se trata de una interiorización del término urbanismo ligado a ciertas prácticas políticas y empresariales. De esta idea descalificadora parece que los profesionales quedan al margen, lo que implica una asunción de neutralidad ética de los saberes urbanísticos, arquitectónicos, ingenieriles y jurídicos que facilitaron la extensión de un determinado modelo de ciudad y territorio durante los años de la «burbuja» inmobiliaria. Esa concepción neutral de la técnica es la que puede justificar la ausencia casi total de posicionamiento crítico de los profesionales de esos saberes sobre el modelo productivo del «ladrillo». La «burbuja» se construyó también sobre un déficit de responsabilidad moral de la inmensa mayoría de los profesionales. Esta es la tesis de este artículo.

Hacer ciudad y territorio no es una actividad instrumental que se desentiende de los fines que se persiguen. Para el ingeniero de Caminos Ildefonso Cerdá, padre de la urbanística moderna, la construcción de la ciudad es «una creación de la razón y un símbolo de civilización», mientras que para C. Levy-Strauss «la ciudad es lo humano por excelencia». Si examinamos la inmensa mayoría de lo que se ha proyectado y construido durante la «burbuja», de la que el plan Rabasa-Ikea es uno de sus paradigmas, ¿encontramos algún rasgo de razón y civilidad, o del protagonismo de las personas como referente de los proyectos? No es preciso ser un experto para dar una respuesta negativa.

El papel de los profesionales durante la «burbuja», en general, reprodujo, sin cuestionarlo, el modelo urbano y territorial impuesto por la razón del mercado. Instalado en unos principios fundados en la responsabilidad civil, la ética del deber, más que en la ética de la responsabilidad, el trabajo profesional se erigió en un instrumento de legitimación técnico-jurídica de las propuestas de los políticos y promotores privados.

La deontología profesional, consistente en cumplir la ley y las reglas del oficio, es el ámbito de la responsabilidad civil. Los colegios profesionales, que son las instituciones depositarias de la responsabilidad deontológica, han tenido un papel muy tibio, o han permanecido mudos, ante los múltiples desmanes urbanísticos y arquitectónicos que han ido surgiendo estos años pasados. Y es que, como ha escrito la catedrática de Ética Victoria Camps, «las acciones públicas de colectivos profesionales tienen que ver más con la manifestación y expresión de su poder que con una conciencia de sincera responsabilidad».

Tras la experiencia de esos años, los profesionales deberían de replantearse algunas de la formas como han establecido sus relaciones con los poderes políticos. Para trabajar el profesional tiene que mantener una relación con el poder que le contrata, sin embargo esa relación ha trascendido en muchas ocasiones a una relación de complicidad que desactiva su independencia moral y su capacidad crítica.

Tampoco desde la Universidad surgieron con nitidez posiciones críticas con lo que estaba ocurriendo, cuando el campus de Alicante alberga sendas áreas dedicadas a la docencia del urbanismo, la arquitectura y la construcción. A pesar de todo, la Universidad constituye el cauce más adecuado para fundar entre los alumnos una conciencia de responsabilidad moral. La formación universitaria debería entender que el profesional de la arquitectura, el urbanismo o la ingeniería ejerce su actividad en las dos, e indivisibles, dimensiones del espacio público: interviniendo en su transformación material, construyendo un entorno de calidad, funcional y formal; y participando como ciudadano en el espacio público social y político, contribuyendo a la construcción de una sociedad más justa y más igualitaria.

Los planes y programas de estudio están dominados por la especialización técnica derivados de la rentabilidad social de lo directamente utilitario. No negamos esta finalidad del aprendizaje técnico, lo que se discute es su hegemonía. La noción de «utilidad técnica» habría que completarla con otra, que podríamos definir como de «utilidad para la vida» contenida en todos aquellos saberes y experiencias que contribuyan a hacer de nuestros alumnos mejores personas y mejores ciudadanos, que es el camino para formar profesionales responsables.

Termino rindiendo un homenaje al citado Ildefonso Cerdá. Los profesionales del urbanismo conocen y admiran, y así se transmite en las escuelas, la obra de este gran ingeniero decimonónico, pero pocos saben de su abnegada trayectoria personal y profesional, que salvando las distancias, debería de ser un referente ético para ellos. José A. Fernández Ordóñez, catedrático de Historia de la Ingeniería, destacaba de él «la entrega de una vida en beneficio de un pueblo, a quién sirvió a cambio de la pobreza y el silencio; la fidelidad a su vocación profesional; el inconformismo con la mediocridad; su pasión y honestidad. Los ingenieros deberíamos de aspirar a ser tan puros como Cerdá ya que nos está vedado ser tan grandes».