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Arturo Ruiz

Solitarios

Tuvo que currárselo, trabajar de camarero los veranos, hacer chapuzas en invierno para pagarse la carrera.

Nunca nadie de la familia fue a la Universidad. Al abuelo, horas y horas matándose a sabañones en campos duros de posguerra, ni se le habría pasado por la cabeza. Eso era para otros. Al anochecer, acabada al fin la jornada eterna en la tierra de aquel pueblo solitario de luces amarillentas, entraba al bar a apurar un orujo y trataba de usted a los pocos vecinos que sí eran licenciados: ya saben, el médico, el veterinario, el farmacéutico, el maestro, el abogado, ante los que el abuelo bajaba la mirada en señal de un respeto atávico.

El padre, harto del campo, marchó a la ciudad grande, hizo mil faenas, la obra, la fábrica, el taller, y después de muchos años juntó unas pesetas, compró un piso en algún extrarradio lejano y soñó con que el hijo estudiaría. Y el hijo estudió. Tuvo que currárselo, trabajar de camarero los veranos, hacer chapuzas en invierno para pagarse la carrera. Pero lo logró. Fue licenciado. Halló trabajo con despacho, nómina generosa, piso amplio, un par de coches, un apartamento estival. El abuelo, durante sus últimos veranos, ya no agachaba tanto la cabeza en el pueblo.

El bisnieto, la cuarta generación de la saga, fue a la Universidad como algo natural. Sin sacrificios. Pero cuando salió con su título bajo el brazo, ya no es que nadie le tratara de usted, es que dio con sus huesos en un país donde por primera vez en la historia ser universitario no garantizaba el sustento. Y se exilió de pinche en alguna ciudad del norte de Europa donde los anocheceres en idiomas extraños eran tan solitarios como aquellos del pueblo casi un siglo antes.

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