José Ortega y Gasset (1883-1955) fue, sin lugar a dudas, uno de los filósofos españoles más influyentes de la primera mitad del siglo pasado. Como todas las figuras importantes, especialmente en una disciplina en la que las ideas han de proponerse y defenderse con inteligencia y con vehemencia, tuvo sus seguidores y sus detractores; el mismo Unamuno criticaba el europeísmo que defendía Ortega, calificándolo de «papanatas».

Lo que no cabe duda es que Ortega aún nos hace reflexionar sobre la crisis de la fe propia de la Edad Moderna; la crisis de la razón pura y de sus temas fundamentales: Verdad, Conocimiento y Ser, y que el corpus literario y filosófico que nos ha legado es de una calidad y profundidad sin parangón. Baste citar, como ejemplo, algunas de sus obras más conocidas, como El tema de nuestro tiempo (1923), ¿Qué es filosofía? (1928-1929), o La Rebelión de las masas (1930).

En torno a Ortega y Gasset también se cuentan multitud de anécdotas. La primera que les relataré es absolutamente cierta, pues la viví en primera persona: siendo yo director de un instituto de la Vega Baja, una compañera de Filosofía me mostró un examen de un alumno de primero de bachillerato, que preguntado sobre los filósofos más relevantes del siglo XX en España, respondió, sin titubear, que uno de ellos había sido, sin duda alguna, el insigne D. José Ortega... ¡ Cano!

Un lapsus calume lo tiene cualquiera y me consta que aquel alumno prosiguió sus estudios y es ahora un gran profesional, orgulloso, como yo, de nuestro paso por las aulas de un instituto público, el IES San Pascual de Dolores, en este caso.

La segunda ya no la puedo verificar, pero viene al caso del tema que me gustaría compartir en este artículo. Se comenta que, en cierta ocasión, D. José Ortega y Gasset tuvo un pequeño desencuentro dialéctico con D. Salvador de Madariaga, sobre algún tema de grave enjundia intelectual, seguramente. La cuestión es que Madariaga, o acaso alguien en su nombre, defendió la cuestión aludiendo al hecho de que D. Salvador hablaba cinco idiomas; la respuesta de Ortega fue corta, pero contundente: «Eso sólo quiere decir que D. Salvador es tonto en cinco idiomas».

Los idiomas, precisamente, son una cuestión muy en boga cuando nos referimos a los males (por desgracia nunca hablamos de las bondades) que aquejan a nuestro sistema educativo. Prácticamente todo el mundo coincide en la necesidad de que nuestros alumnos dominen bien su propia lengua y, como mínimo, el inglés; pero lo cierto es que esa sigue siendo una asignatura pendiente en España.

En la Comunidad Valenciana, dado que nuestro Estatuto de Autonomía establece, además, en su artículo 6, que el valenciano es la lengua propia de la Comunidad, que es cooficial en plano de igualdad con el castellano, y que debe tener especial respeto y protección, la enseñanza de lenguas añade un elemento más que debe ser considerado.

En cualquier caso, casi nadie defiende ya que aprender valenciano sea algo malo. Hace muchos años que se imparten clases de valenciano, y en valenciano, y la convivencia ha sido, en mi modesta opinión, ejemplar en la Comunidad Valenciana en general y en Elche en particular; al contrario de lo sucedido en otras regiones, en las que la imposición monolítica de una de las lenguas oficiales sobre la otra como vehicular en la enseñanza, ha acarreado múltiples problemas, que se encontraban latentes hasta que se han destapado por los últimos acontecimientos acaecidos y que todos conocemos.

Sea como fuere, en la Comunidad Valenciana empiezan a darse unas señales a las que deberíamos prestar atención para que esa convivencia no se vea truncada. La primera ha sido el fracaso del Decreto 9/2017 del Consell, por el que se pretendía introducir un modelo de enseñanza plurilingüe en la Comunidad Valenciana que relacionaba los niveles de certificación de inglés con el porcentaje de enseñanza en valenciano que recibieran los alumnos. Se han escrito ríos de tinta sobre esta norma, pero lo cierto es que muchos vaticinamos el final al que a la postre se ha visto abocado, es decir, su suspensión por parte de los tribunales por, como dice la propia sentencia: «...existir una distinción arbitraria e injustificada entre las dos lenguas oficiales de la Comunitat Valenciana (en claro agravio comparativo o desequilibrio en perjuicio del castellano), a cuenta del inglés, en el régimen de certificación previsto en la reiterada Disposición adicional quinta del Decreto impugnado».

Para sustituir al Decreto «nonato», el Consell está preparando una norma, con rango de Ley, para regular el plurilingüismo en el sistema educativo valenciano. Con toda la modestia del mundo, opino que lo más coherente sería ir a un modelo en el que las familias pudieran elegir la lengua vehicular de la enseñanza, ya fuera castellano o valenciano, en un plano de absoluta libertad e igualdad entre ambas, «sazonado» con una mejora considerable en el tratamiento y enfoque de la enseñanza de lenguas extranjeras, para conseguir una mejora de la competencia de los alumnos en ese campo.

Pero, una lectura atenta del borrador que existe de la Ley, me hace temer que su espíritu y su letra no vayan en esa dirección. Desde la exposición de motivos, en la que se plantean una serie de consideraciones sociolingüísiticas tan respetables como discutibles, pasando por el propio articulado, en el que se establece un porcentaje mínimo de enseñanza en valenciano del 25% (50% si se quiere acceder a ayudas por programas experimentales innovadores), hasta las disposiciones transitorias que denotan una prisa por su aplicación incompatible con la necesaria formación del profesorado para llevarlo a cabo.

Qué duda cabe que un borrador es susceptible de mejora. Espero fervientemente que éste, durante su tramitación en Les Corts, introduzca los elementos necesarios para que reúna dos condiciones que toda ley, sobre todo cuando hablamos de educación, debería tener: consenso y cordura. En caso contrario, puede llegar un día en que todos seamos tontos en tres idiomas, por lo menos.