Los niños son el futuro, de eso no me cabe ninguna duda. Y para que ese futuro sea lo mejor posible es preciso que cuenten con la necesaria protección y ayuda por parte de su entorno y de la sociedad en su conjunto, así como que reciban formación no sólo teórica, sino sobre todo humana. Únicamente así conseguirán desenvolverse en este mundo cambiante y tecnológico en el que nos hallamos sumidos. No lo tienen nada fácil, aunque visto con cierta perspectiva el reto es también apasionante.

En estos días se ha celebrado el Día Universal de la Infancia, en conmemoración de la fecha en que se aprobó la Convención sobre los Derechos del Niño, el 20 de noviembre de 1989. Todos los países que suscribieron este importante tratado lo ratificaron, salvo Estados Unidos, vayan ustedes a saber porqué, puesto que a mi modesto entender todo su contenido es más que razonable. A pesar de las buenas intenciones de los países que suscribieron la convención, sigue habiendo muchos niños en el mundo que mueren por causas evitables, niños que son obligados a trabajar, a ir a la guerra, que pasan hambre, que andan abandonados por las calles, que no van a la escuela. Niños que sufren el maltrato y abusos sexuales, incluso en algunos casos por parte de quienes deberían amarlos y protegerlos por encima de todo. Las soluciones se demoran y en nuestro propio país hay muchos niños en situaciones límite, desamparados, desnutridos y hasta obligados a convivir en ocasiones con quien hace daño a sus madres o a sus hermanos.

Los menores tienen derechos en teoría, reconocidos como les digo tanto internacionalmente como en nuestra Constitución, pero en la práctica sus derechos no se plasman como sería lo deseable. Por poner un ejemplo de un caso simple, hace no mucho intervine en un procedimiento judicial de familia, en el que un niño, que vivía con la madre, quería ser oído en el juicio. Tenía 11 años y por tanto uso de razón y las ideas bastante claras. Su deseo era decirle a la magistrada que llevaba la separación de sus padres cómo se sentía y por qué no quería irse a vivir con su padre. Incluso le llegó a mandar una carta pidiéndole una reunión. Pero nada de ello surtió efecto, pues la jueza se negó en rotundo, ya que consideraba que los niños no tienen nada que opinar en estos casos. La mentalidad en general es ésta, no nos engañemos, que no hay que escuchar a los niños para nada, aunque si les prestáramos más atención nos daríamos cuenta de lo mucho que nos pueden enseñar, desde la sencillez y esa forma tan limpia que tienen de mirar las cosas.