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Papá, quiero ser youtuber

Reflexión a partir de la confesión de un niño de diez años

Eso me confesó mi hijo de diez años, seguido de la razón de querer tener millones de visitas en su web.

Nada de ser futbolista, médico o actor, como era típico en mi niñez. Youtuber como su ídolo, un muchacho con aspecto de haberse levantado de la cama y desayunado insolencia, cuya habilidad parece consistir en subir en su canal de internet majaderías de varios minutos, con toques groseros y pobreza expresiva pero que seducen a los preadolescentes como el flautista de Hamelín.

Creo que Bob Dylan se quedó corto con lo de que los tiempos están cambiando, pues más bien nos están cambiando y me siento perplejo.

Parece que nos ha tocado vivir en una sociedad vertiginosa. Nunca hubo tantas personas en el mundo con tanta información y con tanta libertad. Nunca hubo tantos peligros ni tantas necesidades. El juego de vivir se ha complicado peligrosamente. El científico Tim Berners-Lee (Premio Príncipe de Asturias 2002 de Investigación Científica y Técnica), calificado de padre de internet, confesaba recientemente su actitud ante el monstruo incontrolable en que se ha convertido la red de redes, y que vale para nuestro contexto vital: "Sigo siendo optimista, pero soy un optimista parado en lo alto de la colina con una desagradable tormenta dándole en la cara".

Quizá somos pasajeros de un "Titanic" planetario, rodeado de las más variadas amenazas. El calentamiento global no se detiene. Los ecosistemas animales están alterados por la industria y la globalización. Los gobiernos no pueden garantizar la paz y seguridad. Las religiones no dan la respuesta. La ciencia avanza en progresión aritmética mientras nuestros problemas biológicos y sanitarios crecen en progresión geométrica. El arte y la música toman derroteros insospechados alejándose de los cánones clásicos, mientras lo literario pierde por goleada frente a lo audiovisual.

Además, jóvenes y mayores, en mayor o menor grado, vamos sucumbiendo a la robótica, a la inteligencia artificial, sustituyendo rostros humanos por pantallas y maquinitas digitalizadas que nos piden la hamburguesa, nos lavan el coche, nos anotan la cita previa o nos comprueban las constantes vitales. Cedemos privacidad y datos personales con temeridad. Vemos con naturalidad que nos aborden telefónicamente para vendernos productos; que nuestro vecino se divorcie por tercera vez; que el jefe cambie de sexo o que nuestro hijo se tatúe hasta los párpados.

Adquirimos productos lejanos con un simple tecleo para recibirlos en pocos días; no sabemos qué película ver por sobresaturación de la oferta; desde el computador doméstico podemos trabar relaciones sociales con fines profesionales, sentimentales, deportivos o lúdicos; no necesitamos a nuestros mayores para aclarar dudas porque el gran google nos informa del tiempo atmosférico, del restaurante más barato o si tenemos una hernia.

Somos pasto fácil para los aprovechados del río revuelto de la información y sucumbimos a implantes festivos insólitos en nuestra infancia, como Halloween o el Black Friday. Si existiesen redes sociales en tiempos de Cervantes, ni habría escrito el Quijote ni caso de escribirlo tendría pacientes lectores, pese a los sugestivo de novelar el caso de algún internauta que pudiera enloquecer, no con libros de caballerías, sino con los mundos virtuales.

La buena noticia es que bajo ese turbulento oleaje hay vida humana, con capacidad de pensar y actuar. Afortunadamente "Matrix" es una película futurista y todavía nos sentimos más cerca del Chartlon Heston arrodillado en la playa y enojado a la vista de la Estatua de la Libertad medio enterrada en la escena final de "El Planeta de los simios". Muchos ciudadanos intentamos encontrar una brújula que nos guíe en el caos. Queremos armonizar trabajo y ocio, creencias y vivencias, porque sencillamente aspiramos a la placidez de vivir sin sobresaltos.

Me temo que todos somos supervivientes. Intentamos sobrevivir a Hacienda, al cáncer, al jefe tóxico, a las noticias inquietantes e incluso a nuestra propia intolerancia. Por eso, el reto no es conseguir ser algo de mayor ni cómo prosperar siendo adulto. El reto para niños, adolescentes y mayores es sencillamente ser persona en medio del tumulto. A tiempo real.

Para ello, contamos con el mejor smartphone del mundo, que es gratis y no lo utilizamos: nuestro cerebro. Es "móvil" pues va con nosotros; la batería dura casi lo que dura la vida útil de la carcasa del cuerpo; su memoria alberga infinidad de datos y funciones y nos permite navegar con la imaginación, lo inimaginable. Casi nada. La misma herramienta que tuvo Robinson Crusoe en la isla perdida, y cuya triple enseñanza deberíamos tener presente los ciudadanos de lo que el filósofo Marshall McLuhan llamaba aldea global.

Lo primero, estar agradecidos de estar vivos, como náufragos en las turbulentas aguas de la vida. Lo segundo, nada de hostilidad ni egoísmo, sino mostrar empatía para ponerse en lugar de los demás, ser tolerante y amistoso. Y lo tercero, para sobrevivir en nuestro inmenso islote, es estar dispuesto a aprender de experiencias propias y ajenas, de lecturas y espectáculos, de noticias y tertulias, de los momentos de meditación y de los momentos de tensión.

Estoy seguro que los mismos avances tecnológicos que nos sirven y nos plantean problemas, serán los que nos ofrezcan remedios. Pero hoy por hoy, quizá sea bueno que levantemos la vista de las pantallitas, retomemos las buenas lecturas y mantengamos estimulantes conversaciones, para poder afrontar este contexto de turbulencias con serenidad y ganarnos el respeto de los que queremos. No buscando gurús en internet ni quimeras sin esfuerzo. Entonces comprenderé la utilidad de separar el oro de la hojalata que inunda Youtube€ porque yo tuve€ un sueño y se hará realidad. Que es ser mejores para acercarnos a eso tan escurridizo que llamamos felicidad. Entonces no nos importará que el mundo siga girando porque ya no nos haremos preguntas sobre nuestro futuro pues estaremos contentos con nuestro presente.

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