En época de finales del dominio ideológico italiano en el mundillo arquitectónico valenciano y de Gaspar Jaén como su adalid en nuestra ciudad, se decidió llevar a cabo una votación popular para reformar el espacio urbano de La Glorieta y devolverla a su estado inicial (y no me refiero al convento que la habitara, que eso ya hubiera sido una vuelta de tuerca histórica de verdadera altura, sino a La Glorieta que pasearon mis abuelos). Eso sí, con opciones varias a votar por el pueblo sobre el conjunto histórico completo o por partes, es decir, con quioscos o sin ellos, con templete o sin él, que demostraban el carácter democrático que tan feliz iniciativa buscaba para «su» Glorieta (la del entonces arquitecto municipal): ¡Estupenda melancolía!

Ya acechaban los sentimientos que el Postmodernismo puso sobre el tapete y la era digital ha ido abonando. El único problema es que no repararon en que «mí» Glorieta, aquella que sí ganó un concurso de propuestas al efecto en los años sesenta o setenta del pasado siglo, y cuya espectacular fuente y ágora circular fueran punto común de tantas hornadas de infantes de mi generación y otras, aquella memoria la estaban... ¡¡demoliendo!! Sin miramientos. Y yo me pregunto, ¿es que no valen lo mismo diferentes épocas?, ¿las hay mejores que otras?, o ¿qué hacemos con la actual que discurre...? Es más, ¿hay memorias más importantes que otras? La memoria «colectiva» no contó conmigo entonces y creo que este apunte, que le sucedió a tantos que nos criamos corriendo por allí, merece una reflexión cuanto menos en adelante, pues quedó en entredicho su supuesta infalibilidad al usarse como criterio: había dos memorias como mínimo.

Este episodio sucedió en mis primeros años de carrera, estudiando en Barcelona, y me sigue despertando una cierta vergüenza gremial que en un momento de ebullición arquitectónica que preparaba las Olimpiadas del 92, absolutamente creativo y de nuevas propuestas, viera pasar de largo la opción de un concurso de ideas sobre el corazón urbano del centro de mi pueblo. Debí decirlo entonces públicamente, se me podría achacar ciertamente, pero de nada hubiera servido ni podía considerarme voz competente; aunque fue un disparate nostálgico que me marcó.

Hace unos días me desayuné con un artículo en el periódico acerca de la paralización del derribo del edificio de Riegos del Progreso en la popular plaza de sindicatos (Plaza de la Constitución) por «voluntad» de conservarlo que, para mí, ya comienza a despertar alarmas tras lo que he ido observando en estos últimos tiempos y que representa la conflictividad de toda una corriente que yo he venido a denominar irracionalismo (versus los racionalismos, incluida mi disciplina, lógicamente) y lustrado (versus la Ilustración como periodo histórico y aún más cínicamente).

Irracional porque es del todo incomprensible que se decida en tres días lo que hace casi veinte años que está decidido en nuestro PGOU (¿no se debería haber intentado proteger mucho antes por la gente interesada en ello, que hubiera sido absolutamente lícito el plantearlo, con tantas opiniones a favor que veo aflorar en el último minuto del «partido»?).

Irracional que lo haga la Administración del Consell, con unas competencias que seguro tiene y no comprendo, y no la de nuestro Ayuntamiento, con la sensación de inseguridad jurídica que se deduce de ello y que me ha pasmado como profesional (yo no sabría qué decirle a un cliente mío que hubiera hecho una inversión similar y dispusiera de todos los permisos necesarios, como es el caso).

Irracional pretender que seamos capaces de soportar de ahora en adelante todos los usuarios habituales una paralización indefinida de tráfico rodado por un punto básico de la red viaria hasta que se dirima un problema de esta índole, que puede ser muy largo (véase el caso del Mercado Central y sus consecuencias...).

Y, sobre todo, irracional porque considero que existen muchas maneras de apuntalar esa fachada que no generarían conflicto urbano. Con un edificio que está sin uso hace décadas (¡fundamental encontrar usos que aseguran la perdurabilidad del Patrimonio!) y que, a su vez, si no estuviera podría mejorar ciertos aspectos urbanos a nivel espacial, tanto en dimensión como en percepción de alineamiento de fachadas en la plaza, que no se encuentra catalogado y es privado, se me antoja harto difícil, repito, entender lo sucedido. La melancolía o la nostalgia no deberían ser suficientes hoy ni para el Consell.

Lustrado, lustroso, con brillo renovado no es, en mi opinión, un fin en sí de calado arquitectónico salvo en las fachadas de edificaciones urbanas que lo requieran. En muchas actuaciones brillantes, valga la redundancia y que existen en esa línea, suele encontrarse un motivo funcional detrás para el conjunto de la ciudad que las avalan y que superan el decoro que comentaba o el mero historicismo (y no seré yo quien diga que no es importante documentar todo cuanto se pueda a nivel arqueológico, ¡faltaría más!). Algo que nos debe invitar a tener en cuenta muchos más factores en ecuaciones de esta índole de carácter social, cultural (sí, con mayúsculas si hace falta y sin miedo), legal y económico que la mera identidad, que si bien está ligada al «genius loci» de cada lugar, por supuesto, no es de otro modo que en la memoria de cada individuo que lo habita.

Yo no creo que el Patrimonio esté por encima de las personas, como escuché hace poco en una conversación con otros colegas, todo y su importancia, que para mí por supuesto tiene, pero lo que no puede ser de ninguna manera es que se imponga a la vida, en el sentido de la ciudad vívida que conformamos los que ahora la habitamos. Como sistema, el pensar así el urbanismo conlleva una cierta anacronía crónica que no soportaría elevarse a ene en el núcleo histórico. Hace unos días leí el periódico y no me podía creer otro error inducido por sentimientos respetables, pero fuera de toda razón. Y hoy, casi treinta años después, sí lo digo: sentido común, por favor.

Y espero respuesta, por supuesto, y abierto a dejarme convencer como siempre, todo y que detecto un ansia por conservar a toda costa preocupante que, a mi entender, está bebiendo de un populismo impregnado en la sociedad que no nos deja pensar últimamente con claridad fuera de lo que se considere «políticamente correcto», algo que tantas dudas me genera por sus extremos.

Ninguna civilización de progreso va hacia atrás, y lo digo sin menoscabo de criterios sostenibles, en general, y de mantenimiento del Patrimonio, en particular, que sí son necesarios y apoyo.