Quizá en el futuro se conozca nuestra generación o incluso esta época que vivimos como la del low-cost y, si no es así, al menos, creo que es un buen término conceptual para definir el modelo de sociedad que estamos construyendo. Un producto o un servicio low-cost es aquel que ofrece lo que se venía ofertando «tradicionalmente» reduciendo a la mínima expresión los gastos para ofrecer el servicio o el producto básico al mínimo precio posible, lo que lo convierte en una competencia prácticamente imposible de igualar. Según muchos, es una forma revolucionaria de democratizar la sociedad para que todo el mundo pueda consumir lo que antes no podía. Según otros, y yo así lo creo, es una forma de negocio cuyos precios y, por tanto, beneficios se basan, en la mayoría de ocasiones, en una reducción de los gastos sociales, es decir, en la precariedad laboral que generan, en la falta de calidad, en altos costes medio-ambientales y, en muchos casos, en una falta de dignidad. La crisis económica, contexto en el que se popularizó este tipo de relación comercial, ha traído consigo la precariedad laboral y, por tanto, salarial que empuja a muchos ciudadanos a este tipo de productos. Un modelo de negocio que genera precariedad para un cliente en una situación, día a día, de mayor precariedad. Las recomendaciones de Rajoy hace poco para que ahorremos para nuestra jubilación, pero también para la educación de nuestros hijos o para los cuidados sanitarios, es una forma de anunciar la privatización. Si el Estado ha garantizado hasta ahora con un grado bastante alto de calidad estos servicios públicos, su privatización conllevará, inexorablemente, la formación para una gran clase depauperada de una sanidad low-cost, una educación low-cost y, por qué no, de un sistema de pensiones low-cost. Y a esto lo llamarán entonces economía democrática porque todo el mundo podrá adquirir su paquete básico. Algunos, incluso, podrán aspirar a una tarifa plana.

Las causas de esta situación son, evidentemente, muy complejas y controvertidas; pero creo que están relacionadas con lo que Cornelius Castoriadis sostenía sobre la incapacidad de nuestra sociedad para cuestionarse a sí misma ante la creencia, a diferencia de épocas anteriores, de que no hay alternativa. Y esto a pesar de que somos más críticos y reflexivos que nunca. Pero se trata de una crítica, como sostiene Anthony Giddens, que «no tiene dientes», que no es productiva, y que Zygmunt Bauman explica en Modernidad líquida como el paso de la «crítica estilo productor» a la «crítica estilo consumidor», incapaz de transformar nada. La sociedad actual, sus modelos económicos y sus representaciones políticas sólo se pueden entender a través de lo que Bauman llama la «individualización» en contraposición al «colectivismo», que ha sido la estrategia utilizada por nuestras generaciones precedentes para compensar las debilidades individuales. Margaret Thacher lo proclamó: «No hay alternativa. La sociedad no existe». La individualización, al contrario, consiste en hacer recaer sobre el individuo toda responsabilidad y consecuencia de los riesgos y contradicciones producidas socialmente, aun a sabiendas de que no tiene capacidad autónoma de facto, negando, como sostiene Bauman, «completud» alguna o meta donde finalmente descansar. Como consecuencia tenemos lo que ha expresado muy plásticamente el filósofo surcoreano Byung-Chul Han, en su reciente visita a Barcelona: «Nos explotamos a nosotros mismos y nos creemos que nos estamos realizando».

La política low-cost se podría definir como aquella que pretende alcanzar el mayor rédito electoral con la menor inversión democrática posible a través de políticas cortoplacistas sin ánimo transformador, y que no logran otra cosa sino que alimentar esa «individualización», alejándonos del espacio común del ágora pública donde se persigue el interés general, reducido éste a la suma de egoísmos y de simpáticas emociones colectivas, como decía Joël Roman. Pensaba estos días, por poner un ejemplo, en los presupuestos participativos o en la jornada continua, donde la decisión final es la suma, precisamente, de esos egoísmos, no de un debatido interés general. Nunca hemos gozado de tanta libertad, libertad para elegir entre una pérgola o una papelera, jornada continua o partida, Alejandro Soler o Carlos González, Pablo Ruz o Vicente Granero, o nada más y nada menos que el nombre para un gato callejero. Libertad que como dijo en su día Leo Strauss viene en compañía de una impotencia nunca vista anteriormente.

Como recomendaba F. Giner de los Ríos a los maestros, es necesario levantar el espíritu ante la brumosa existencia para realizar un esfuerzo de comprensión y de adaptación sin caer en la infantilización. Me repito, últimamente, para mis adentros los versos de Baudelaire: «Dichoso aquél que sobrevuela la vida y contempla sin esfuerzo la lengua las flores y las cosas mudas».