Cuando Sigmund Freud y Thomas Mann se exiliaron en 1938 a Inglaterra y a EEUU, huían de la persecución que los nazis habían desatado contra los judíos y quienes osaran oponerse a las criminales alucinaciones de Hitler, a su régimen de terror, tanto en Austria como en Alemania. Cuando en 1979 el entonces Gobierno checoslovaco resolvió privarle de la ciudadanía checa a Milan Kundera, éste hacía cuatro años que se había exiliado a Francia huyendo del paraíso comunista de aquella Checoslovaquia aplastada en 1968 por los tanques de la libertad soviéticos ante la indiferencia y comprensión de cierta izquierda occidental, de algunos de sus intelectuales, que justificaron la sangrienta represión de la «Primavera de Praga» porque servía para atajar al feroz capitalismo que todo lo corrompe, incluso la ortodoxia igualitaria del telón de acero. Hay muchos más ejemplos, como ustedes dos saben muy bien, pero no tengo espacio en este artículo para relatárselos. Freud, Mann y Kundera, intelectuales que han dejando en el conocimiento y la cultura colectivas una innegable huella, abandonaron entonces su patria, sus vidas, incluso a sus familias, bien a su pesar, resistiéndose hasta última hora al exilio. Y lo hicieron porque los regímenes instalados en sus países, auténticas dictaduras enemigas de los derechos humanos y la libertad, constituían un peligro real para ellos.

Estos ejemplos constituyen un metafórico y universal prontuario de la libertad frente a la dictadura, del bien frente al mal, de la dignidad humana frente a la opresión, del respeto a las propias ideas frente al absolutismo inquisitorial de los dogmas impuestos, de la libertad de expresión frente al pensamiento único. De ahí el reconocimiento que merecen las vidas de todas estas personas y las vitales y dramáticas decisiones que tuvieron que adoptar al ser perseguidos por implacables dictaduras y dictadores. Pero conviene advertir que ninguno de estos exiliados huyó de la libertad, ninguno de ellos se exilió de la democracia, ninguno abandonó un país sustentado en el respeto por los derechos humanos y la dignidad del hombre, ninguno huyó de un país donde la justicia era administrada por jueces y tribunales libres e independientes del poder, respetuosos de los derechos ciudadanos. Bien al contrario; huyeron de la dictadura, de la opresión, de la persecución por causa de sus ideas; huyeron de países donde la justicia era administrada por jueces y tribunales nombrados por dictadores, obedientes con idearios que negaban el respeto por los derechos humanos y la libertad. Huyeron, en fin, de las dictaduras de Hitler y Stalin, del nazismo y del comunismo.

Esta semana conocíamos que Anna Gabriel, dirigenta de la CUP, huía a Suiza para evitar comparecer ante la justicia española, ante el Tribunal Supremo, investigada en relación a su papel e intervención durante el llamado procés. Anna, furibunda separatista y dirigenta de una plataforma política de izquierda radical, anticapitalista, antisistema y antieuropeísta, se refugia en el país helvético alegando que allí se defienden y protegen los derechos humanos, no en España. Antes de otras valoraciones, y para una feminista de salón como Anna Gabriel, alguna militanta de la CUP debería recordarle que en España se reconoció el derecho al voto de las mujeres en 1931, mientras que las suizas tuvieron que esperar hasta 1971 (en Appenzell-Ródano Interior hasta 1991); y que las mujeres suizas no podían entonces trabajar fuera de casa sin permiso de sus maridos. Es decir, anteayer. Como Gabriel, Anna, confía en la Justicia suiza y no en la española, las militantas de la CUP deberían recordarle que llamar en Suiza «cerdo extranjero» o «sucio buscador de asilo» a un inmigrante, no es racismo, según un fallo de su Corte Federal de 2014.

Constituye una sarcástica paradoja el que una mujer anticapitalista y antisistema que propugna la radical nacionalización de la banca (de los Bancos, no el femenino de banco), escoja Suiza como refugio y patria de acogida. No alcanzo a comprender cómo esta líder acepte que su integridad moral y política, sus principios de solidaridad para con los más necesitados, su rechazo al despiadado aliento del capitalismo, sus convicciones más profundas y éticas, encuentren acomodo en Suiza. Quizá desconozca Anna que mientras la Confederación Helvética (Suiza para la CUP) negaba refugio a miles de judíos que huían del Holocausto, sus empresas colaboraban con el III Reich mientras bancos y coleccionistas suizos aceptaban el oro y los cuadros robados por los nazis. Qué falta de memoria histórica, Gabriel, en alguien cuyo currículo señala como profesora asociada de Historia del Derecho.

Al estar en Suiza, tengo para mí que Anna pueda haber padecido, virtualmente, una suerte de síndrome de Charles Bonnet (fisiólogo suizo que lo descubrió) que le ha producido la alucinación mental de creerse en Venezuela y no en Suiza. Como Anna estuvo días atrás en la cuna de la democracia con Nicolás Maduro, el jet lag internacionalista le podría haber provocado esta distorsionada visión. O quizá esté todo referido a esa insoportable levedad del no ser (¿verdad, Kundera?) que tanto incomoda a políticos y políticas cuando se ven abocadas al olvido y la preterición. Hay que recuperar protagonismo -¿o es visibilidad?- aún a costa de perder el look de referencia. De ahí que Anna Gabriel viajara a Venezuela con el uniforme antisistema y anticapitalista, pero al viajar Suiza decidiera visitar primero a su nuevo peluquero.