Aquella primera mañana otoñal (del año 309 antes de nuestra era), casi dos horas después de partir de la ciudad en la que vivían, el comerciante Anartaker, su hijo Iltiraker, el alfarero Bartas, y el hijo de éste, Bolaiker, llegaron a su destino. Los padres iban en el pescante de un carro tirado por dos bueyes y repleto de ánforas vacías.

En el centro de una bahía, en la meseta de una lengua de tierra que penetraba en el mar, se levantaba un emporio habitado por iberos contestanos.

Los recién llegados se adentraron en aquella pequeña península, atravesando la muralla por la puerta que había en el estrecho istmo.

Las dos amplias calles que recorrían el poblado longitudinalmente formaban, junto con otras menores y transversales, manzanas donde se erigían edificios que servían de almacenes, talleres o templos. Algunos de ellos eran de dos plantas, estando reservadas las superiores para viviendas.

Dejaron el carro en la puerta de los lagares; había dos, uno enfrente del otro. Mientras Anartaker y su hijo se adentraban en uno de ellos, Bartas y su hijo fueron hasta un edificio próximo, en cuyos bajos había una alfarería.

Nada más entrar, Bartas y Bolaiker advirtieron que hacía bastante tiempo que nadie trabajaba en la alfarería. No había arcilla fresca, el torno denotaba abandono y no se percibía el característico olor a barro cocido. Una chica de unos 12 años, de trenzas morenas y ojos grandes, vestida con una túnica blanca y calzada con sandalias de cuero, bajó por las escaleras para recibirles. Era Kares, la nieta del alfarero. Les saludó y les informó de que su abuelo llevaba en efecto varios meses sin trabajar porque estaba enfermo. Desde hacía poco más de una semana había empeorado y por eso había enviado aviso, por medio del mercader Anartaker, de que deseaba ver a Bartas, su querido y aventajado discípulo.

Bartas y Bolaiker siguieron a Kares hasta el piso de arriba y encontraron al anciano postrado en su cama. Bartas comprendió enseguida que su viejo maestro se hallaba moribundo. Consciente, pero agonizante. En un rincón de la estancia había varias piezas de cerámica. Algunas se habían colocado sobre una pequeña mesa de pino, pero la mayoría estaban en el suelo. Bartas dedujo que el viejo alfarero le había pedido a su nieta que guardara allí las piezas más valiosas o más apreciadas y que aún no habían sido vendidas. Entre las ollas, fuentes, cuencos y jarros, Bartas vio un par de copas y platos importados de colonias griegas, pero en los que su maestro había impreso en greco-ibérico su propio nombre, y reconoció el bolsal (vaso ancho y con asas) negro, también de importación, que él utilizó como modelo.Cuando el padre de Bartas, herrero de oficio, se convenció de que éste, su hijo pequeño, prefería el torno y la arcilla a la fragua y el hierro, lo trajo aquí con 13 años, para que aprendiese del mejor alfarero que había en la Contestania. Andreas, que así se llamaba el alfarero, lo aceptó de aprendiz a cambio de unas monedas de plata cada luna nueva para su manutención. Andreas había nacido y crecido en Sicilia, en el seno de una familia de artesanos griegos, pero hacía muchos años que había arribado a este enclave ibérico, donde se estableció como alfarero. Con él y su familia convivió Bartas durante un lustro, aprendiendo el oficio, hasta que con 18 años regresó a su ciudad natal, situada a dos horas de camino en dirección sudoeste, a orillas de una laguna abierta al mar. Su último trabajo como aprendiz fue imitar aquel bolsal griego de fina pasta naranja-ocre y barniz negro muy brillante, de gran valor por cuanto era considerada una vajilla de lujo. Aunque con algunas diferencias con respecto al original, como el color anaranjado de la pasta, la decoración roja y el tamaño del pie más reducido, su imitación no solo recibió la aprobación de su maestro, sino que le sirvió de muestra para iniciar con éxito su labor en el taller que abrió en su ciudad, donde muchos vecinos le encargaron piezas como aquella, de gran prestigio y más baratas que las de importación.

El anciano quería hablar a solas con Bartas, por lo que los dos jóvenes bajaron las escaleras y salieron del edificio. Fueron a uno de los dos templos porque Bolaiker quería volver a aquel misterioso sitio que tanto le había impresionado la última vez que había venido con su padre, tres años atrás. Pero Kares le avisó de que esta vez no vería lo mismo, pues solo sucedía una vez al año, al amanecer del día más corto. Debido a su ubicación, la puerta del templo y la losa de piedra sobre la que se colocaba el altar se iluminaban con el primer rayo solar del solsticio de invierno, que penetraba limpia y fugazmente para sacar de las tinieblas la figura que representaba a la Diosa Madre.

Entretanto, Bartas entregaba a su maestro el regalo que le había traído: una terracota de la diosa madre, vistiendo una larga túnica, tocada con una alta tiara cónica de la que descendía un velo que cubría la cabeza y los hombros, sosteniendo a un niño con la mano izquierda y a una paloma con la derecha. Ligeramente incorporado, Andreas acogió la figura emocionado y con un murmullo: «¡Oh, Deméter!».

Con la figura apoyada sobre su pecho, Andreas le suplicó a su antiguo alumno que se hiciera cargo de su nieta cuando él fuese a reunirse con sus antepasados. «Ya sabes que es huérfana y no tiene a nadie más que a mí». Bartas le prometió que así lo haría y el viejo se lo agradeció con una sonrisa bañada en lágrimas. Luego, le pidió que se llevara consigo dos de sus piezas más queridas. Ambas las estaba reservando para regalárselas desde hacía años. Una era el bolsal ático. La otra era un cuenco poco profundo, recubierto de barniz negro con irisaciones metálicas, también de importación, que Bartas había utilizado para comer durante los cinco años de su aprendizaje.

Una hora más tarde, después de comer pescado y beber cerveza, los cuatro visitantes salieron de la península y emprendieron el regreso a su ciudad, esta vez con las ánforas que cargaba el carro llenas de vino.

Apuntes históricos

Apuntes históricosLa Illeta dels Banyets (La Isleta de los Bañitos), en El Campello, es una pequeña península de unos 5.400 m², cuya meseta superior tiene una altura máxima de siete metros.

Estuvo ocupada desde finales del Neolítico (existen vestigios de cabañas datadas a finales del siglo IV antes de nuestra era) hasta el comienzo de la época romana. Precisamente de esta última época son las balsas de los viveros de pescado que justifican su topónimo.

Cuando fue habitada por los iberos contestanos (siglos IV-III), era un emporio comercial y productivo, con varias calles, dos pequeños templos, dos lagares para elaboración de vino, una almazara, e instalaciones para la salazón del pescado, la producción de cerveza y la manufacturación del esparto. Los arqueólogos han hallado en este yacimiento cerámicas de origen griego y púnico.En la costa cercana, hay una necrópolis y restos de hornos cerámicos que fueron destinados principalmente para la fabricación de ánforas.

La península fue transformándose a causa de la erosión marina, hasta convertirse, allá por el siglo XI de nuestra era, en un islote. El istmo actual fue reconstruido en 1943.

En 2013, el MARQ y el Ayuntamiento de El Campello coeditaron un libro sobre este yacimiento arqueológico titulado «La Illeta dels Banyets. Un pont des del passat al futur».

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