A lo largo de la historia de la literatura, son innumerables las novelas que describen la realidad económica de la época en que fueron escritas, o la de una época pretérita que el autor se encarga de documentar y reflejar.

Tal es el caso, por ejemplo, de la novela del británico Robert Graves (1895-1985) Yo, Claudio, que se hizo muy famosa por la serie de televisión homónima, producida por la emisora pública BBC en 1976, y que tuvo un grandísimo éxito en todo el mundo. En Yo, Claudio, Graves describe con gran maestría lo que pudo ser el primer rescate bancario de la historia cuando, en tiempos del emperador Tiberio, los prestamistas empezaron a cobrar el dinero por encima del uno y medio por ciento que la ley establecía. Esto provocó que el emperador promulgara una ley mediante la que se concedía un año de plazo para que los banqueros se adecuaran a la norma. La consecuencia fue que los prestamistas quisieron recuperar lo prestado de inmediato, pero los prestatarios habían puesto como garantía sus propiedades, por lo que se produjo una crisis de liquidez que obligó al estado a inyectar al sistema un millón de piezas de oro. Esa cantidad equivalía casi al dinero que precisaba el imperio para pagar a sus legiones durante un año. ¿Les suena verdad?

Pero, si hay un escritor que refleja de una forma absolutamente nítida la situación económica de su época, es Charles Dickens. El mismísimo Karl Marx, al que reconozco haber leído con fruición durante mi juventud- espero que me sirviera como vacuna-, dijo de Dickens que «en sus libros se proclamaban más verdades que en todos los discursos de los políticos y los moralistas de su época juntos». Oliver Twist, La pequeña Dorrit, Cuento de navidad o David Copperfield describen con gran realismo el gran periodo de recesión que vivió Inglaterra en la década de 1840, originada por la caída de las exportaciones, debida a la competencia del resto de Europa. Este hecho, unido a las leyes que prohibían la importación de cereales y el fuerte incremento demográfico, llevaron a una situación de paro, hambre, frío y falta de vivienda. Salvando las distancias, en la Grecia de hoy en día se viven situaciones similares.

Otra fantástica parábola económica es El mago de Oz, película musical de enorme éxito, producida por la Metro-Goldwyn-Mayer, en 1939, y basada en la novela infantil El maravilloso mago de Oz, escrita por Frank Baum en 1900. Es muy probable que, viendo la película, no pensemos que tiene relación alguna con la economía. Pero, si atendemos al contexto económico de la época en que se escribió la novela en que está basada, podremos comprobar que la historia refleja los problemas que atravesaba la economía norteamericana a finales del siglo XIX: el sistema monetario que operaba en la época estaba basado en el patrón oro, es decir, la moneda estaba respaldada por una cantidad de oro. En la película esto está representado por los ladrillos amarillos que marcan el camino hacia Oz. La fuerte deflación que asoló EE UU en los últimos dieciséis años del siglo XIX propició que muchos quisieran que la plata también se usara, junto con el oro, para respaldar al dólar. Por eso, la niña de la historia usa unos zapatos de plata para caminar sobre los ladrillos amarillos. Este sistema fue sustituido, en los años setenta del siglo pasado, por el conocido como sistema fiduciario, o sea, un sistema basado en la confianza en la valoración de los billetes. Afortunadamente tenemos el euro, porque viendo el «pelaje» de muchos de nuestros políticos, si tuvieran el control del sistema financiero se dedicarían a imprimir billetes, como ha hecho Nicolás Maduro en Venezuela, con los resultados por todos conocidos.

Resulta lamentable comprobar como todos estos escritores, y muchos otros que podría haber citado como ejemplo, manifiestan más sentido común y más conocimiento de la economía real que muchos políticos y gurús económicos que pontifican sobre la macro y la microeconomía como si vivieran en otro planeta, o en un chalet en Galapagar.

Con todo, lo que más gracia me hace -aunque reconozco que me río por no llorar- es cuando un político habla de que tal o cual cuestión va a tener un «coste cero». Eso sí que es tomar a los ciudadanos por auténticos zotes. Los servicios públicos siempre tienen un coste, que se repercute a los ciudadanos a través de los impuestos, directos e indirectos, que las administraciones recaudan. Les pondré dos ejemplos.

El primero, las escuelas infantiles municipales. Estas escuelas, orgullo de Elche (aunque estuvieron a punto de desaparecer por la negligencia de alguna gestora política, ahora asesora del equipo de gobierno) van a ofertar plazas «gratuitas» para niños de dos años el próximo curso. En primer lugar, gratuitas no serán, porque los edificios, equipamiento, etc., siempre han corrido a cargo del Ayuntamiento. En segundo, el nuevo personal que se pretende contratar para mantener la ratio, y por lo tanto el buen nivel de atención que venían ofertando, lo va a pagar también el Ayuntamiento. Mucha propaganda para la Conselleria, pero, al final, lo pagamos los ilicitanos.

El segundo, el Mercado Central, aunque no sé si algún día se llegará a hacer. Aquí lo que se propone es un pago diferido. Una empresa privada asume el coste de la obra y después recupera su inversión por dos conceptos: el canon que abonan los placeros y la venta de plazas de aparcamiento, que pasan a ser propiedad de la empresa. No cuestiono el modelo, quizás sea útil en determinadas circunstancias, pero gratis no es en absoluto.

Como corolario, estimados lectores, cuando alguien les ofrezca algo gratis, desconfíen, porque, como dice el castizo, «el tío regalao se murió».