Podemos aceptar que la vida tiene un comportamiento cíclico, pero siempre será difícil de asumir la reincidencia de ciertas situaciones. Algunas, incluso, denigran la propia condición humana y, tal vez por ello, intentamos ocultar su existencia. Es llamativo que no prestemos, a ciertos dramas cotidianos, la misma atención que somos capaces de derrochar con la última fanfarronada de Puigdemont, los tejemanejes y amoríos del rey emérito, o la guerra fratricida entre «sorayos» y «casadistas». Supongo que nos desagrada afrontar la posibilidad de que no seamos tan buena gente como quisiéramos. Y, a fuerza de negar la evidencia, los problemas acaban por cronificarse.

No es necesario dirigir la mirada a ese mar en el que, cada día, vuelven a surgir cientos de náufragos en busca de una vida mejor. Sin quitarle un ápice de importancia a esta lacra, lo cierto es que no mostramos el mismo cariño atendiendo a las tragedias que tenemos más próximas. Vean, como ejemplo, las cifras de pobreza infantil en España. Observen que, aun después de superada la crisis económica, se mantienen invariables respecto a su punto más álgido. Este país, tan meapilas y ejemplo de lo políticamente correcto, se mantiene a la cabeza de Europa en cuanto a las privaciones que sufre la infancia. Pero no reaccionamos. Pasan los años y, con ellos, los gobiernos; las soluciones, sin embargo, siguen sin llegar.

La realidad es alarmante. Uno de cada tres niños españoles vive por debajo del umbral de pobreza. Dato actual y, por extraño que parezca, coincidente entre las distintas fuentes. Poco importa que lo adviertan las ONGs, las administraciones públicas o las agencias internacionales. Todos coinciden en que la situación no tiene visos de mejorar, por mucho que la economía española haya evidenciado una positiva evolución en los últimos años. Según apuntan quienes conocen bien el asunto, la recuperación económica no se ha caracterizado por una redistribución de la riqueza que facilite la disminución de las desigualdades sociales. Muy al contrario, ha beneficiado en mayor medida a las clases más adineradas en comparación a las menos favorecidas, incrementando la brecha existente entre ambas. Como resultado, nada menos que 1,3 millones de niños españoles viven en condiciones de pobreza severa. Una cifra escalofriante, ¿no creen?

Más allá de las carencias actuales, las consecuencias afectarán a lo largo de toda su existencia a quienes hoy sufren estas carencias. El problema no se limita a los primeros años de vida y, de hecho, se estima que el 80% de los menores que hoy viven en la pobreza también la sufrirán cuando sean adultos. De este modo se consolida una situación de vulnerabilidad, a la que habrá que añadir las secuelas físicas y psicológicas generadas durante tantos años de privaciones. Porque, en términos de salud pública, la pobreza también es el mayor reto al que debe enfrentarse un Estado.

Si bien es cierto que el gobierno de Pedro Sánchez se caracteriza más por sus proclamas que por los hechos, empieza a manifestar mayor interés por el problema que el que demostraron los ejecutivos presididos por Mariano Rajoy. Cuando menos, los socialistas han sido rápidos en plantear alguna medida de impacto, como la creación de un Alto Comisionado contra la Pobreza Infantil que dependerá directamente de Presidencia. Eso sí, habrá que esperar un tiempo para comprobar si el interés es sincero o, como ya es habitual, se trata de un nuevo brindis al sol.

La primera medida adoptada por el gobierno socialista ha consistido en duplicar el presupuesto destinado a abordar este drama. Lo de duplicar suena bonito, si bien tiene sus matices. Por mucho que diez millones de euros sea el doble de cinco, sigue tratándose de una cantidad ridícula para afrontar una de las mayores vergüenzas de este país. Con tan pírrico presupuesto se pretende garantizar la alimentación (tres comidas al día) y el ocio, durante el verano, de cerca de 400.000 menores. Existe una llamativa descompensación entre el objetivo que se persigue alcanzar y los medios que se aportan para este fin. Algo así como el milagro de los panes y los peces, en versión contemporánea. Con poco más de 40 céntimos por niño y día, difícilmente puede alcanzarse un objetivo que suena tan irreal como acabó siéndolo el sueño de Lula. Más aún cuando se pretende atajar el problema «de manera inmediata», como se atreve a afirmar la portavoz del Gobierno, Isabel Celaá. Demasiado optimismo para una acción puntual, que ha sido considerada como claramente insuficiente por las ONGs que trabajan en este sector.

Reconoce la Alta Comisionada, María Luisa Carcedo, que se trata de un problema estructural. Viene de tiempo -mucho tiempo- y, en consecuencia, la respuesta debe ir más allá de las medidas de emergencia social. También hay que rechazar la habitual atribución de causa exclusiva de los anteriores gobernantes. Al fin y al cabo, socialistas y populares han favorecido que el problema adquiriera una dimensión que, dentro de la Unión Europea, solo es superada en Grecia y Rumanía. Ahora bien, tampoco los distintos grupos de la oposición parlamentaria han dado muestras de especial interés por una lacra social de esta magnitud. Por tanto, se hace obligado reclamar que la pobreza infantil quede incluida en la agenda política como un asunto de máxima prioridad. Y, por supuesto, ajeno a esos intereses partidistas que acaban imposibilitando cualquier posible solución.

La realidad es que anda en juego el futuro de las próximas generaciones de un país que solo destina el 1,3% de su PIB a las políticas de infancia y familia, apenas la mitad del promedio europeo. Ese es el punto crítico. Y es que, una vez más, se trata de una simple cuestión de prioridades.