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Someter la política a la racionalidad

No deja de resultar paradójico que el libro más brillante sobre la reinstauración de la democracia en Cataluña lo haya escrito un antiguo colaborador de Tarradellas, rector de la Universidad de Barcelona durante años, cuya visión crítica sobre lo que supuso, fue y es el pujolismo implica algo más que una distancia intelectual -enorme en este caso- y nos remite a un ideal de servicio al país. El libro lo firma Josep Maria Bricall y se titula Una certa distància (Edicions La Magrana), más un conjunto de ensayos memorialísticos que unas memorias o un ensayo, más el testimonio de una determinada concepción de vida (pública y, a veces, privada) que un mero registro autobiográfico. Bricall reivindica el legado de Tarradellas al tiempo que enumera la retahíla de vicios que ha supuesto el legado de Pujol. En este sentido, no hay mucha diferencia con la degradación de la clase política y del servicio público que ha sufrido el resto de España, aunque los matices que incorpora el nacionalismo estrecho sean siempre particulares. Es una enfermedad que se ha traducido en el brutal empobrecimiento del debate público -ya sea a nivel parlamentario o en los medios de comunicación- y en el triunfo de las retóricas emocionales sobre cualquier proyecto civilizador de la sociedad.

Frente a Tarradellas, Bricall señala que lo característico del pujolismo ha sido su obsesión por «fer país» más que por gobernar. O, en su caso, por un cultivo premeditado de la victimización nacional con el objetivo de construir un demos no sólo distinto al español, sino sentimentalmente hostil al mismo. Si «Tarradellas dedicó su vida a que Cataluña se entendiera con España» -lo cual no nos aleja mucho de la tesis central del historiador Vicente Cacho, favorable al catalanismo de principios del siglo XX como un vector de modernización de España-, el pujolismo se empeñó en vaciar la presencia del Estado en Cataluña y en sustituirlo por el clientelismo autonómico, el control del relato y la inflación simbólica. Insisto, nada muy distinto a lo que ha sucedido en el resto de comunidades, aunque con las particularidades propias del caso catalán.

Al final, la idea básica que recorre Una certa distància es que sólo la meritocracia al servicio de la comunidad construye Estado, y que ello exige leyes, instituciones y servicios públicos de calidad, incluso a costa de sacrificar falsos consensos, muchas veces ineficientes y a menudo costosos. Y que el mérito, las instituciones, los altos funcionarios formados en una Escuela Nacional de Administración -como se seleccionan las elites francesas-, el servicio desligado al clientelismo de los partidos, la racionalidad como principio rector de la política -y no la manipulación interesada de las masas a partir de promesas imposibles de cumplir y de rencores infinitos- son los activos que definen las historias de éxito frente a las del fracaso. «Crec que l'única manera en política -i en tot- de no cometre un embalum d'equivocacions seguides -escribe Bricall- és sotmetre-la a la racionalitat. I fer-ho vol dir fer-la dependre del dubte. Aquest és el paper reservat als parlaments, penso. Ells garbellen els objectius, les raons, els mètodes i les limitacions en els diversos assumptes, i així primer dubten, després pregunten i, a la fi, esbrinen el que hi ha d'enredat. Exercir un control brutal o subtil de l'opinió o de la crítica és la millor manera de fallar i confondre». No se puede decir mucho más ni hacerlo mucho mejor.

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